martes, 7 de abril de 2020

PARTE DE GUERRA
Asunto: Vacunación masiva.
Sujetos pasivos (por orden de tamaño): Quinta (cánido), Pili (cánido), Sole (felino).
Fuerzas Vivas: Cristóbal (a) El Vete, mi santo, quien suscribe



En el día de hoy, cautivo y jeringuillado el ejército animal, han alcanzado las fuerzas vivas sus objetivos. La guerra vacunadora ha terminado.

Aunque no existen pruebas documentales salvo los correspondientes sellos en las cartillas de cada sujeto pasivo y el artístico rayado de brazos y manos, puede afirmarse que la batalla arroja un saldo favorable para las fuerzas vivas humanas.

El Alto Estado Mayor había estudiado un plan de ataque planificando cuidadosamente la estrategia a seguir, ya que los sujetos pasivos tienen una dilatada experiencia de huida y/o camuflaje en campo abierto, así como ofrecen una resistencia numantina a cualquier intento de penetración en sus filas, cuando no utilizan la ya conocida maniobra de la Palmera, esto es, huida en desbandada hacia puntos opuestos: Norte (Quinta), Sur (Pili) y Andepijoestálagata (Sole) lo que dificulta enormemente el avance de las fuerzas vivas y las obliga a desplegarse y consecuentemente debilita su efectividad en el ataque. El sujeto pasivo Sole representaba el mayor peligro y dificultaba enormemente la maniobra, pese a la gran distancia entre su campamento base (sótano) y la trinchera del comando veterinario (planta baja), por lo que se hizo imprescindible idear un plan, el Plan Cristóbal-De-La-Valla-No-Pases, y que consistía en lo siguiente:
  • Camuflaje del comando veterinario Cristóbal (a) El Vete tras la valla de acceso.

  • Equipamiento del susodicho con armamento de asalto, con el seguro quitado y listo para disparar (la jeringuilla a punto de pinchazo).

  • Contacto por radio (móvil) del comando veterinario con las fuerzas vivas para informar de su posición en el Puesto Nº 1 (“Ya estoy tras la valla con la jeringuilla cargada”). Momento este en que la fuerza viva nº 2 (yo) le abre la puerta de la valla y posibilita su aproximación al Puesto Nº 2.

  • Maniobra de aproximación silenciosa de la fuerza viva nº 1 (mi santo) al sujeto pasivo Sole, que dormita apaciblemente en su almohadón del sótano (tiene varios diseminados por toda la casa).

  • Maniobra de distracción con caricias y arrullos varios al referido sujeto pasivo Sole, mientras simultáneamente la fuerza viva nº 2 (yo) abre sigilosamente la puerta al comando veterinario, quien accede de puntillas al Puesto Nº 2 (tras a puerta de entrada a la vivienda) jeringuilla en alto.

  • Abrazo de la fuerza viva nº 1 al sujeto pasivo Sole sin dejar de acariciar y arrullar, efectuando una maniobra de distracción por la casa mientras el comando veterinario aguarda en su puesto. Dato a reseñar: el mosqueo felino ante tanto mimo a deshoras.

  • Apertura de la puerta de acceso. Este es el momento más delicado de la operación, ya que el comando veterinario queda expuesto a las miradas del sujeto pasivo Sole, siendo localizado por este y consecuentemente abandonada toda actitud de amistosa complacencia para comenzar la maniobra de repliege a toda uña.

  • Es en este preciso momento cuando  la fuerza viva nº 1 tiene que mostrar toda su capacidad de aguante y sujetar firmemente al sujeto pasivo Sole, que a estas alturas está ofreciendo una feroz resistencia y clavando todas las uñas clavadoras, y más, en cualquier punto de la anatomía de la fuerza viva nº 1 que se le ponga a tiro (y se le ponen muchas, oiga).

  • Ataque casi suicida del comando veterinario mediante un rapidísimo avance jeringuilla en alto, abalanzándose contra el sujeto pasivo Sole y ejecutando el tiro de gracia en el lomo, mientras el sujeto pasivo es un molinillo de garras moviéndose espasmódicamente en todas direcciones.

  • Rendición incondicional del sujeto pasivo Sole, que, libre por fin, huye despendolada a las profundidades del sótano no sin dejar atrás un reguero de víctimas, esto es, brazos y manos a rayas.
Una vez puesto en marcha el Plan De-La-Valla-No-Pases y efectuado el tiro jeringuillesco de gracia al sujeto pasivo Sole, la batalla estaba prácticamente ganada ya que el sujeto pasivo Quinta, con casi treinta kilogramos de peso a la canal y muy poca agilidad en su cuerpo serrano, tiene muy difícil la maniobra de camuflaje y se suele rendir incondicionalmente sin mayores daños. No obstante, el sujeto pasivo Pili, con tres kilogramos de pura fibra y más parecido a un cruce de rabo de lagartija con ardilla histérica, ofrece una enconada resistencia mediante la maniobra cógeme-si-puedes, siendo muy difícil de atrapar y obligando a las fuerzas vivas a emplearse a fondo para acorralarla y proceder.

De todos modos, estos dos sujetos pasivos son muy proclives al soborno y se dejan corromper con relativa facilidad, habida cuenta su permanente predisposición a tragarse todo lo que le pongan por delante, por lo que caso de fallar la maniobra de acorralamiento se suele pasar al Plan B, uséase, Chuche for you.
Y así, todos los años.


DE UÑAS



La culpa la tuvo Mi Primero. Bueno, no exactamente, pero casi. Mi Primero es mi prima Luz, una de las personas más fantásticas que conozco y también uno de los sargentos más mandones, aunque en su descargo tengo que confesar que su sargentez es benévola y siempre para bien ajeno. Pero a sargento no hay quien le gane.

El único cambio que mi vida ha experimentado desde que me casé ha venido de la mano -nunca mejor dicho- de los engalanamientos inherentes a tan excepcional momento: en la viiiiiiiida me he preocupado de mis uñas, siempre recortadas al ras por mor de los teclados fosmáticos que marcan el devenir de nuestra actividad diaria, porque en cuanto dichas uñas crecían un milímetro ya estaba yo negra con el choquecito de las narices, bueno: de las uñas, en las teclas que menos me interesaban y constantemente me veía obligada a retroceder y rectificar. De modo que siempre he llevado las uñas al ras y jamás me he preocupado del aspecto de porras que ostentan mis dedos, nada atractivos por cierto porque están llenos de arrugillas.

Pero el caso es que, cuando se acercaba el momento del casorio, por activa y por pasiva mis amigas me interpelaban horrorizadas: “¿Que no vas a hacerte la manicuraaaaaaaaa? ¡Jamía podddió, que se supone que es el gran día de tu vida!” Y así, una, y otra, y otra, y otra vez, hasta que me harté y la víspera de la boda me fui a un sitio ad hoc. Chicos, qué nivel: aquel local parecía un spa de lujo. Todo me sonaba a chino: instrumental, mobiliario ergonómico, almohadoncitos para reposar los brazos... En fin, que salí de allí con una manicura permanente que, la verdad sea dicha, realizó el milagro de que mis manos parecieran algo decentes.

Desde entonces, me he rendido incondicionalmente y me paso la vida manoteando a diestro siniestro para que tó dios vea mis uñas permanentemente manicuradas (bueno, son unos veinte días lo que duran) y a la francesa, con su rayita blanca en el borde, tan fashion y tal. El “desde entonces” arranca desde finales de Junio, así que mi rendición incondicional tiene una corta vida de dos meses... y a ver lo que me dura la fiebre; pero, mientras tanto ahí estoy yo en el top-ten de los arreglos estéticos.

Cuando el efecto de la primera acometida uñil fue difuminándose, dejé alargarse la cosa (nunca mejor dicho) porque estábamos en la playa y no me iba yo a montar en el coche y recorrerme una puñá de kilómetros para rehacer el asunto; así que transcurrió más de un mes y para ese momento ya lucía unas uñas tipo mandarín-style que me obligaban a hacer juegos malabares para quitarme las lentes de contacto, y no digamos ya teclear en el ordenata: aquello era un sinvivir y me juramenté para acortármelas todo lo que la estética permitiera en cuanto llegara a Murcia y reanuadase mi actividad normal.

Se acabaron las vacaciones y regresé a Murcia todavía manoteando a todo manotear, porque a pesar de la enorme longitud de mis uñas estas todavía tenían un pasar y no iba yo a desperdiciar la ocasión de lucirme. Y aquí fue cuando intervino Mi Primero, mi prima (hermana, diría yo) maravillosamente sargentona, todo generosidad y corazón pero con unos eggs bien puestos donde deben ponerse que nos obliga a todos a cuadrarnos cada vez que se pone en jarras y empieza con su ya famoso “¡Mira lo que te digo!” y a responder con un “¡¡Señor!! ¡¡Sí, señor!!” (siempre me llena de insultos cuando me oye
aullárselo, pero sé que en el fondo le gusta).

El caso es que cuando le comenté que tenía hora para ir a la manicura, se arremangó: “¿Y dónde es?” Se lo dije, a lo que me espetó:“¡Tienes que ir a la mía, es mucho más barata y trabaja divinamente! Es búlgara, se llama Sonja, está en la calle Tal y aquí tienes el teléfono. Llámala ¡¡YA!!”. Y qué le iba a hacer, si a eggs ella me puede... Así que llamé, me dio cita con un fortísimo acento eslavo y este lunes pasado me personé en el local.

Llegué con minutos de adelanto sobre la hora de apertura, así que esperé fumando en la calle. A las diez y un minuto se acercó un tapón oriental de 1,20 metros y comenzó a levantar la persiana. Bueno, pues así como muy búlgara, no parecía... Sería una empleada, pensé yo. Me acerqué: “Buenos días, tengo hora para las diez...” “Bonos deasss, vale”. Entramos en el local, pequeño y modesto y, tras colocarse el delantalito y la mascarilla, y sentarme yo delante del mostrador, me agarró las manos y las miró: “¿Pelmanente, flansesa?”. Po zi, más bien. Y después de este fructífero diálogo un silencio espeso cayó a plomo sobre el local, no siendo roto hasta media hora después.

Hacerse una manicura permanente y rehacérsela cuando ha transcurrido el tiempo es tarea laboriosa: requiere un disolvente especial que debe actuar sobre las uñas durante al menos diez minutos, tarea que mi tapón oriental realizó utilizando un sistema que ignoro si es habitual, pero que yo desconocía: colocaba pequeñas porciones de algodón sobre las uñas, derramaba unas gotas del disolvente y a continuación me envolvía herméticamente el dedo con papel albal. Allí me quedé, con pinta de Maribel Manostijeras mientras mi tapón oriental me olvidaba y procedía a cortar miríadas de cuadraditos de papel albal para futuras disoluciones.

El silencio campaba por sus respetos mientras yo permanecía con las manos en alto e intentaba entretenerme mirando a mi alrededor, pero el local, aparte de modesto era pequeñito y el único paisaje que tenía ante mis ojos (aparte de mi tapón ensimismada en su tarea) eran unos estantes llenos de frasquitos y nada más. Me estaba preguntando cuándo aparecería la búlgara milagrosa, cuando se abrió la puerta para dar entrada a otro tapón oriental primorosamente vestido con una blusa blanca muy fashion y teen, una falda negra extremadamente corta y profuso vuelo, y rematando el conjunto unos zapatos de pedrería plateada y altísimo tacón. Comencé a albergar serias sospechas de que me había equivocado de local, pero no existe otra calle Tal en Murcia y por supuesto ningún otro número trece de dicha calle, así que la única explicación que se cruzó por mi mente calenturienta era la de que la búlgara había sucumbido a las hordas chinas y había huido dejando el local en sus manos, nunca mejor dicho.

Ambos tapones se cruzaron un escueto “algo” en chino. El nuevo tapón pasó por mi lado murmurando un “Bonos deasss” y tomó posiciones al fondo del local, si es que se puede llamar “fondo” a una zona a escasos centímetros de donde me encontraba y en la que había un mueblecito diminuto con un ordenador. Encendió el ordenador... y sin solución de continuidad una música perfectamente occidental a cargo de un/a cantante perfectamente chino/a taladró el éter. A todo esto, el tapón número dos se había sentado frente al ordenador y escuchaba embelesada canción tras canción, todas de estilos perfectamente reconocibles como italiano, francés, inglés o melódico norteamericano, siempre a cargo de solistas chinos. Aquello era como los artículos de grandes firmas imitados por esta gente: perfectos como los originales si no fuera por ese idioma cargado de “shus” y “uos” entonados, eso sí, con gran pofecionalidad. Mi tapón número uno cobró vida y de vez en cuando soltaba unos gorgoritos siguiendo la música. Aquello era totalmente surre: yo, con los dedos de papel albal como chorizos de cantimpalo, sin un mísero punto en el que concentrar mi atención visual, mientras cascadas de gorgoritos surgían de las tres gargantas, la enlatada en el ordenador y las de ambos tapones.

Me decidí a intervenir, y le dije a mi tapón número uno: “¿Sabes? Nunca me he hecho la manicura”. Mi tapón levantó la vista y me miró en silencio con aire ausente. Rápidamente, el tapón número dos le tradujo al chino y el número uno movió la cabeza y volvió a lo suyo. Jopelines, qué pastelón.

Ya eran las diez y media, y aquello no había hecho más que empezar. De repente, el tapón número dos le dijo algo al número uno, agarró el bolso y se largó a la calle. No volví a verla y allí quedamos la muda cortadora de papelitos albal y servidora, que harta de inmovilidad comenzaba a planear cómo agarrar el móvil con los chorizos de cantimpalo y comunicarme con el mundo exterior para pedir auxilio.

Por fin, mi tapón decidió que ya había transcurrido el tiempo suficiente como para que se me disolviera no sólo la capa de esmalte sino el dedo entero, y comenzó la tarea de quitarme el papel albal de cada dedo y proceder a hacer saltar el esmalte con una espátula. Y como visto lo visto que la cosa prometía ser larga y la famosa búlgara estaba claro que no aparecería jamás (salvo su cadáver flotando en el Segura, lo tenía yo muy claro) me decidí a romper aquella barrera idiomática y darme el pegote porque había asistido a clase de chino durante un mes (transcurrido el cual huí despavorida): “Oye, en vuestro idioma, cuando queréis saludar decís 'ni hao' ¿verdad?”.

Ella levantó la cabeza y me miró, sin entender ni papa. Desesperada, insistí: “Saludar, decir ¡hola!”. Mi tapón analizó la frase, la masticó, y repentinamente entendió: “No, no”. Vaya podddió, en todo el ojo. Nuevo y largo silencio, pasado el cual contraataqué: “Bueno, ¿y cómo se dice 'hola'?” ¡Victoria, por fin respondió! “Si-si”, lo que implica que no había entendido ni jota de la pregunta porque “Shi-shi” significa “gracias”. Aquí se desencadenó un diálogo surre para besugos. “No, no”, dije yo. “Shi-shi”, dijo ella. Y así seguimos cinco minutos más, yo a punto de la apoplejía histeroide, hasta que comprendí que no estaba afirmando, sino aclarándome que “Shi-shi” era el saludo... mal entendido, obviamente.  Aquello fue como una detonación que rompió barreras y desencadenó un tsunami; y también mi perdición, porque mi tapón pasó del mutismo total a una verborrea que me produjo una neuralgia feroz que me duró horas.

“Yo, dos anos en Espana”, comenzó ella. “Ah, ya”, murmuré pensando en su portentoso dominio del español. Y luego me fue soltando pistas policíacas: “Padle-hijo, Alicante”. Padre-hijo... mmm... “¿Tu padre?” “No, no, padre-hijo, no sé disir espanol. Padre-hijo”. “¿Tu marido?” “¡Sí, sí! Hijo tambén”. Ah, vamos: marido e hijo en Alicante. Y a continuación, y durante exactamente un cuarto de hora, no hizo otra cosa que decir: “Hijo glande, mu glande. ¡Mu glande! Antes así (y se señalaba la cintura), y hoy ¡¡así!! (hasta las cejas)”. Mis “Ah, oh, qué bien”, no servían para nada: levantaba un milímetro de esmalte para inmediatamente levantarse de un salto y volver a señalarse la cintura y las cejas sin parar de exclamar“¡así de glande!”. Luego soltaba carcajadas enormes, se sentaba, y vuelta a saltar otro milímetro de esmalte. Aquello era agónico, pero no había hecho más que empezar: descubrí que una vez encontrada una construcción idiomática española supuestamente correcta, la repetía con entusiasmo durante horas, muy contenta de sus logros gramaticales y dejándome en un estado mental lastimoso: una vez que has respondido con un “Ah, qué bien”, no se espera más de ti... pero ella esperaba muchos más “ah, oh, qué estupendo”. Todo esto, arrulladas ambas dos por los gorgoritos del ordenador.

Para las once, había conseguido saltar todo el esmalte y procedía a ponerme con mucho cuidado y esmero las nuevas capas. Esto implicaba tener que secarlas con los infrarrojos en cuatro tandas de un minuto aproximadamente cada una, y fue entonces cuando la muy canalla me dejó plantada con las manos metidas en la maquinita y se lanzó al ordenador, buscando afanosamente algo. Por fin lo encontró, volvió el monitor hacia mí y comenzó la Gran Tortura China: ante mis ojos aparecieron tropecientas fotografías de un bello paraje fluvial flanqueado por altos riscos, todas prácticamente idénticas. El epicentro de todas las fotografías era una lancha neumática en la que reposaba la familia en pleno, marido al frente, todos muy serios, muy en su pose. Más cerca, más lejos, primer plano del marido, ídem del ninio... tropecientas, todas idénticas, igual seriedad, ni una risa, muy concentrados en lo suyo. Mientras ella se deleitaba con semejante muestra de pertinaz aventura delaquadrasalcediana, exclamaba sin parar (pero sin parar, eh): “¡Shi Suán! (al menos, a mí me sonaba así) ¡Bonito, bonito!”. Cada foto era explicada así, una tras otra, pasadas a velocidad de vértigo. Empecé a marearme, en postura retorcida para no sacar las manos del aparatito y girada para mirar el monitor a mi derecha mientras maldecía a mi prima y a la difunta búlgara en chino, arameo y uzbeko. Pero la verborrea no cesaba, era como si la presa de Las Mil Gargantas se hubiera desbordado tragándome entera: “Todo mundo va a Pekin y Shanghai, mu feo, todo casas. Shi Suán ¡bonito!”. Frase que le debió gustar un horror (al igual que las anteriores), porque no dejó de pronunciarla hasta el final de la visita: “Tú no ir Pekin, no Shanghai, feo, feo. ¡Tú ir Shi-Suán, bonito, bonito!”. “Vale, vale”, murmuraba yo débilmente, al límite de mi resistencia.

Las once y veinte. La maquinita ¡al fin! terminó su cometido y pude liberar las manos. Cometí el tremendo error de volver a girar la silla hacia el monitor... y aquello fue ya el pandemonium: alentada por el aparente interés de su víctima, mi tapón cerró -gracias a dios- la página familiar aventurera de las narices pero abriendo una nueva: una ristra infinita de paisajes chinos pasó cual AVE ante mis ojos, a la velocidad de la luz, gracias a los frenéticos clics que mi tapón ejecutaba llena de entusiasmo. Apenas acababa de entrever un cielo azul cuando ya había pasado a la siguiente, consiguiendo que el incipiente mareo pasara a la categoría de hecho consumado, arrullada mientras tanto por sus “Mu bonito, China mu bonito, Pekín feo, Shanghai feo, China mu bonito”.

Los hados me fueron propicios: mi tapón debía forzosamente que rematar su labor manicuril, así que abandonó con gran pena el ordenador y así salvé la vida. Me pulió con cuidado el borde de las uñas mientras seguía murmurando “China mu bonito, Pekín mu feo”, y se levantó: había teminado. Conmigo.

En pocas palabras:

    • Quitar esmalte permanente ….................................  10 euros
    • Poner esmalte permanente y manicura francesa …. 10 euros
    • Dejarme en estado de shock para los restos …........ No tiene precio.


Mi prima todavía no ha regresado de vacaciones. Y más vale que no regrese.

miércoles, 1 de abril de 2020

VIAJES (1)
BUÇACO Y AVEIRO: LUJURIOSA BOTÁNICA Y CANALES VENECIANO-PORTUGUESES.

Hace unos cuarenta años (total, ná) que, montados en el Renault 4 amarillo que iba causando verdadera sensación a nuestro paso por la geografía lusa, tras un viaje a 39º en el exterior y 44º en el interior del cochecín, mis padres y quien suscribe desembocamos sin esperarlo y sin saber cómo en una explanada arenosa donde reposaba, magnífico y magnificiente, un palacio neo-manuelino de la leche rodeado de un espesísimo bosque.

Cual moscas mojadas por el sudor descendimos del 4Latas e intentamos adoptar el aspecto de personas decentes mientras a nuestro alrededor los ferraris, los mercedes y demás reposaban junto a la balaustrada del palacio. No sabíamos dónde pijo estábamos, pero lo que teníamos seguro era que había muchas posibilidades de que vinieran los guardas a echarnos, habida cuenta los caretos y cutre-dressing que llevábamos encima. Pero no: una vez traspasado el umbral desembocamos en un amplio vestíbulo con profusión de sofás y sillones que nos llamaban a gritos, y tan a gritos nos llamaban que nos desplomamos en uno de ellos intentando recuperar el resuello. Entonces fue cuando llegó el ángel a socorrernos: un ángel bajo la forma de bajita y regordeta camarera que mirándonos con aire compasivo nos dijo amablemente en un encantador portuñol: "Los señores están cansados y tienen mucho calor ¿não é? ¿Les traigo un café con hielo y limón?" Oh, síí ¡!siiiiiiiiiiiiiiiii, dijimos a coro. Y al poco regresó con una jarra llena de tan estupenda mezcla que nos devolvió lentamente a la vida. Después de resucitada, procedí a realizar una investigación ocular por el bosque-parque, donde descubrí por primera vez los helechos gigantes convertidos en árboles que me dejaron atónita, así como admiré la enorme y tremenda espesura vegetal.

Inútil decir que tanto la imagen del palacio como aquel salvavidas cafetero se me quedaron grabados en el melón por los siglos de los siglos, pero hasta anteayer no me había sido posible volver a Buçaco , y en el fondo temía hacerlo y encontrarme algo ya completamente diferente y sobre todo invadido de turbamultas guirescas. Nos pusimos en camino bajo un manto de nubes y una temperatura fresca; con tal de que no nos lloviera... Y no llovió.

El Palacio de Buçaco no es visible hasta que literalmente te empotras contra el edificio: hasta la última revuelta de la carretera que recorre el monte curva va, curva viene, no puedes saber lo que te espera. Y en esta ocasión tampoco esperábamos la garita ubicada en la verja de acceso al recinto donde nos cascaron 5 euros por entrar y que me hizo temer lo peor: ¿a que iba a ser como Óbidos y teníamos que sacar la de cañones recortáos para abrirnos paso? Pero no: el edificio estaba tal cual lo recordaba, sólo que los ferraris y masseratis habían sido sustituidos por coches de gama media y apenas ocupaban un tercio del pequeño parking habilitado al efecto. Uf, menos mal.

Pero no todo iban a ser alegrías: el acceso al edificio, que hasta ahora no he dicho es un hotel de lujo y otrora accesibe a todo cristiano que se precie, actualmente está vedado a todo aquel que no se hospede en el mismo; bueno, al menos pude aplastar las narices contra el cristal de uno de los amplios ventanales y contemplar el sofá en el que mis augustas y derrengadas posaderas se habían desplomado luengos años ha. Tras el aplastamiento nasal comenzamos a rodear el edificio y descubrimos unos preciosos y cuidadísimos jardines (algo que no había disfrutado en mi primera visita) diseñados por alguien que, desde luego, sabía del oficio, pero bien, bien. La alternancia de parterres de plantas, cada uno de diferente tonalidad en hojas y flores combinaban en bella armonía. Y todavía quedaban muchas, muchas flores, quizá porque el lugar goza de un clima fresco y benigno.

Nos adentramos en la espesura por uno de los múltiples caminos trazados al efecto. A nuestro alrededor se erguían altísimos cedros centenarios, robles también con bastantes años a las espaldas, plátanos gigantescos y no sé cuántas especies más, mientras espesos arbustos cubrían el terreno. A lo largo de los múltiples senderos creados por los primeros propietarios de Buçaco se sucedían los accesos a casas, ermitas y plazuelas todas ellas aparentemente antiguas, pero no (cosas del Romanticismo decimonónico). Algunos de los gigantescos cedros habían caído y reposaban talados ocupando un porrón de metros a lo largo; incluso uno se había desplomado sobre el tejado de una casita (aparentemente) rústica, haciéndola polvo. Junto a ella se yergue el Cedro de San José, plantado en 1664 según reza el cartelito colocado ad hoc, rodeado de una valla protectora y desde el cual se puede ver la única vista panorámica de la campiña bajo la que se encuentra el monte donde se ubica Buçaco.

Dejamos el lugar con la satisfacción del deber cumplido y como hacía hambre nos dirigimos a la Churrasqueira Rocha, la más famosa de toda la región, donde puedes degustar el (para los portugueses) mejor cochinillo (leitâo) del mundo y por la que mi santo no había dejado de suspirar desde el día anterior. Tan es así, que nos acompañaba única y exclusivamente por ese motivo, porque si no hubiera existido la Churrasqueira Rocha en su vida nos habría abandonado a nuestra suerte. En cuanto al cochinillo... amoavé: que yo no le quito mérito al bicho aquel, que estaba francamente bueno, pero con todos mis respetos no se puede compará con las maravillas asadoras de Castilla. Era un lechal, eso sí, pero desde luego ya había empezado la ESO cuando lo asaron y a pesar de estar tierno tenías que masticar pelín para digerirlo, algo inconcebible en un cochinillo castellano. Para más inri, lo procedente en el lugar parece ser acompañarlo con un tinto espumoso, algo que haría entrar en estado de shock a un gourmet, aunque el caso es que maridaba aceptablemente con las viandas. Misterios y culturas de la gastronomía, que diría El Comidista.

Una vez llenas nuestras respectivas barrigas procedimos a dirigirnos a Aveiro, la Venecia portuguesa según rezan las leyendas de las oficinas de turismo. El caso es que, efectivamente, Aveiro está surcada por canales que proceden de la ría del mismo nombre y que conformaban la red acuático-viaria para el transporte de la sal procedente de las salinas que circundan la ciudad. Aveiro nos recibió con un espantoso sol que nos cegó y dejó bastante cabreados, porque el calor nos fastidia bastante y sobre todo nosotros, que venimos de la tórrida Murcia y estamos hasta el gorro de grados centígrados en estado de psiconeurosis. Además, había bastante gente porque Aveiro goza de mucho turismo, y eso nos acabó de fastidiar; pero al poco se nubló nuevamente y renacimos de nuestras cenizas. Mi santo decidió sentar sus reales en una terraza y no moverse de allí así lo mataran, mientras Isabel y yo nos dirigimos a un autobús turístico desde el que disfrutamos de una vista bastante global de la ciudad. Aveiro es una ciudad que cuenta con una gran variedad de casas modernistas, así como incontables edificios de fachadas cubiertas por el tradicional azulejo sobriamente decorado y que les confieren un aspecto muy peculiar. Grandes, pequeños, modestos, lujosos... da igual, todos son encantadores.

Es muy curioso esto de los canales de Aveiro. Como la industria salinera ha decaído en grado sumo, para sacarse las perrillas los lugareños han reciclado las barcazas en las que transportaban la sal y las han convertido en alegres y multicolores barcas turísticas a modo de góndolas en las que pasean a los turistas. A Isabel no le hacía mucha gracia subir a una barca, por eso nos decantamos por el autobús y desde su alto piso pudimos disfrutar de las vistas de los canales y las barcogóndolas surcando sus aguas. El bus también nos paseó por las grandes salinas, en aquel momento llenas de flamencos y otras aves acuáticas que a buen seguro estarán poniéndose las botas aprovechándose de la poca actividad que actualmente tienen.

Declinaba la tarde y ya tan sólo nos quedaba realizar el rito que todo guiri debe de seguir cuando visita Aveiro: comprar sus famosos ovos moles (literalmente, huevos blandos), un delicioso dulce de huevo que se puede degustar presentado en graciosas barricas de barro decorado, o bien rellenando una especie de cono. Compramos una buena barrica y abandonamos Aveiro con la satisfacción del deber cumplido, llegando a Carreiro sin problemas a pesar del enorme interés que tienen los conductores portugueses por ponerte de los mismos nevvvvvviossssss cuando circulas por sus autovías mediante el maravilloso sistema de pegarse a tu culo, o bien adelantarte con las dos ruedas derechas invadiendo tu carril y obligándote literalmente a echarte al monte. Las carreteras lusas gozan de bonitos paisajes, pero jamás de los jamases puedes disfrutarlos si quieres conservar tu integridad física.

Y creo que con esta escueta crónica finaliza mi machaqueo literato, porque no tenemos previsto hacer más excursiones y sí confraternizar con mi estupenda familia política, a la que no merezco.
ESTRELLAS (LAS DE MI JERESEY) Y ESTRELLADOS TODOS

   Dicen las malas lenguas que las improvisaciones son las que mejor salen. Bueno, vale, sí, suele ocurrir; y que a nosotros nos mire un tuerto también puede ocurrir, como es el caso: estaba escrito que las cervezadas en la ONCE salen ranas, algunas en plan rana adulta y otras en fase de renacuajo, pero de las ranas no nos libra ni dios.

   La primera rana, esta en fase renacuajo, fue el otro día. A ver cómo se te queda el cuerrrpo serrano cuando estás a punto de darle el primer y maravilloso sorbo a la caña que te acaban de poner mientras dudas entre el plato de pulpo y las marineras, cuando va Emilio y se te pone blanco nuclear diciendo que está fatal, que no se encuentra bien, y acabamos todos a las puertas de la enfermería mientras dentro le hacen perrerías varias para saber si tiene un algo o no lo tiene. Que al final no lo tenía, menos mal, pobretico, y alegrón que nos llevamos... pero las cañas allí se quedaron, en el bar, con la espuma hecha flú y el supuesto pulpo o las hipotéticas marineras huídas.

   La segunda rana ha ocurrido hoy, estando la susodicha en fase adulta y muy crecidita. Como el rosario de la aurora, esa ha sido la sucesión de luctuosos sucesos acaecidos a este puñado de ONCEros que habían decidido irse de cañas y comer por ahí, con este solecito tan bueno, qué temperatura, unas cañas al aire libre y tal, qué bien, qué guai. Mientras nos fumábamos todo lo fumable en el fumadero oficial decidimos ir a la Cueva de la Cerveza, lugar donde tienen en stock tropecientos tipos de cervezas de todos los colores y tamaños y que, además, cuenta con una aceptable cocina de comida rápida pero sabrosa y bien hecha. Como éramos seis y en mi coche solo caben cinco nos repartimos entre este y el coche de san fernando, separándonos los dos grupos con un alegre “hasta luego”.

   Como no podía ser de otra manera, estaba escrito que el ticket del parking donde estaba mi coche lo tuviera precisamente quien no formaba parte de mi grupo, y que además yo me percatase de que no llevaba encima el maldito ticket cuando el moño en el que se integraba el portador (el andarín) era ya un puntito en la lejanía. Una llamada al móvil de Emilio y un “¡coooño!” de respuesta después, acordamos desandar el camino y encontrarnos en la puerta de la iglesia de San Andrés.

   Y como no podía seguir siendo de otra manera, estaba escrito que el moño motorizado nos plantásemos a esperar en una esquina resguardada del sol inclemente, mientras el moño andarín hacía lo propio en la puerta de la iglesia de San Andrés, permaneciendo ambos moños a la dulce espera unos de otros mientras jurábamos en todas las lenguas vivas y muertas: porque hay que ver lo que tardan, qué demonios les ha pasado, qué calor hace podddió, a ver si vienen ya de una maldita vez. Hasta que Luz no dijo: “esta no es la iglesia de San Andrés, es el Museo Salzillo” y asomamos la cabeza por la esquina divisando al moño andarín harto de esperar a todo esperar. Coordinación, ante todo mucha coordinación.

   Rescatado mi ticket de las garras de Emilio volvimos a dispersarnos ambos moños a dos. Raquel había traído consigo un preciado tesoro, uséase, la tarjeta de Minusválido que te permite aparcar prácticamente en tós laos, de modo que el moño motorizado estaba como unas pascuas, y más aún cuando encontré un lugar donde aparcar reservado a minusválidos prácticamente frente a la Cueva de la Cerveza. El placer de aparcar en un lugar tan endemoniado como la Avenida de Alfonso X de Murcia es indescriptible, una intensa emoción que embarga los sentidos del conductor y le sume en un estado de feliz catatonia sin que nada turbe ese nirvana; un nirvana de fatales consecuencias, como se verá después. Tan flipada estaba yo por el hecho de haber podido aparcar frente al punto de destino en uno de los más emblemáticos lugares de la ciudad, que a punto estuve de inmortalizar el evento con una foto.

   Y como no podía ser de otra manera, estaba escrito que el moño andarín ya estuviera esperándonos ante una Cueva de la Cerveza herméticamente cerrada a cal y canto. Bieeeen, en todo el ojo. Celebramos un corto conciliábulo, porque afortunadamente la zona no está desprovista de lugares de esparcimientos cerveceros, decidiendo finalmente ir a la Plaza del Romea; pero no acabábamos de ponernos en marcha cuando Emilio propuso ir al restaurante El Boulevard, del que siempre había salido satisfecho. Ok, Mac, al Boulevard.

   Aquí viene un breve y raro paréntesis de feliz esparcimiento, porque la verdad es que disfrutamos de las cervezas, los aperitivos y los buenos platos con que fuimos servidos, más unos licorcillos finales que elevaron la temperatura del ambiente. Vaya, la cosa iba genial.

PARÉNTESIS DE FELIZ Y GASTRONÓMICO ESPARCIMIENTO

   A los postres me lancé a envenenar las mentes de mis compañeras de mesa: ¿qué tal un café en mi casa?

Luz: No sé, que mi hijo es pequeño y llega a las cinco y media a casa...
Yo: Pero si son las tres de la tarde, mujer, tenemos casi tres horas...
María Ángeles: Pues yo he quedado a las cuatro y media...
Yo: Mujer, ¿no puedes desquedar? Por un día...
Paquita: Yo tengo médico a las cuatro y media...
Yo: ¿Y no puedes cambiar la cita? Venga, andaaaa...
Raquel: Huy, yo tengo clase de cocina a las cuatro y pilates a las seis...
Yo: Vamos, vamos, ¿vas a renunciar a un café con nosotras por una clase de cocina?

   Y de este modo fui tejiendo la tela de araña a mi alrededor mientras las comensalas se lanzaban a los móviles para desdecirse de todos los compromisos previamente adquiridos. Satisfechísima yo de la maquiavélica labor realizada, levantamos el campamento y nos dirigimos al lugar donde estuvo aparcado mi coche. Digo bien, pretérito indefinido: estuvo.

   Porque ya no estaba. El lugar donde estuvo aparcado mi coche se encontraba totalmente libre de coche. Vacío. Desierto. El no coche, en una palabra. Durante unas décimas de segundo la sangre inició el camino hacia la ebullición, porque hay que ver la de cosas que se te pueden pasar por la cabeza en esas décimas de segundo: recordaba la tarjeta de minusvalía campeando alegremente en el salpicadero, el coche aparcado en el lugar indicado... Pero serán cabritos, se han llevado el coche cuando lo tenía correctísimamente aparcado en... upsss:

Luz: la grúa se lo ha llevado porque habías aparcado en un vado permanente.
Yo: Noooooooooo, esta es una plaza para minusválidos.
Luz: Noooooooo, esa plaza es la adyacente, pero esta, cariño, es un vado permanente como la copa de un pino.

   Ayvadiós, pues sí que lo era. Embargada por la emoción de saber que podía aparcar prácticamente en tós laos, se me había pasado totalmente inadvertido el enooooooorme portón de salida, no ya de coches sino de volquetes kingsize, pintado de un restallante color ocre, con dos rutilantes cartelitos de vado permanente que parecían dos semáforos. Cegada por la sensación de poder no había tenido ojos más que para la señal de plaza reservada para minusválidos, todo lo demás era una masa borrosa. Hala, en el otro ojo.

   Algo es algo: el cartel color fosforito pegado en el suelo me ofrecía amablemente un número de teléfono, número en el que me informaron de que mi coche estaba en el depósito municipal de Juan Carlos I. Bueno, al menos no tenía que ir a Espinardo... Al pie del cartel fosforito nuestros planes se desintegraron, pues tanto Emilio como las chicas se ofrecieron a acompañarme hasta el depósito municipal, mientras el café en mi casa pasaba de la fase planazo a la fase flú total. Raquel y Luz se despidieron de nosotras y los cuatro restantes nos subimos a un taxi rumbo al depósito ubicado en un parking junto a la Biblioteca Regional. Mientras tanto, por si no hubiera suficientes testigos de la catástrofe, ante mis ojos apareció mi amigo Guillermo que cariñosamente me puso el brazo en el hombro y me susurró al oído: Pero ¿cómo se te ocurre aparcar aquí? En su mirada, aparentemente compasiva, latía el cachondeo más feroz que yo le recuerdo. Venga, otra copita de hiel pa la Maribé y una sabrosa anécdota para Guillermo.

   Como no podía ser de otra manera, estaba escrito que en el susodicho depósito municipal no admitieran pagos en metálico: nuestro querido ayuntamiento, en su afán de facilitarle la vida al ciudadano de a pie y no al ciudadano de a coche, ha decidido impulsar el deporte urbanita y hacerte andar más que el tostao modificando la normativa estableciendo un cómodo trámite del que informo a las generaciones futuras susceptibles de ser víctimas propiciatorias.

   La cosa funciona azín: tú llegas a la ventanilla, repites unas tropecientas veces la matrícula de tu coche y el modelo porque el ventanillero no se entera; luego, esperas unos veinte minutos a que el ordenador, que se ha quedado colgado y no firula ni p'atrás, sea reiniciado y escupa una carta de pago; carta de pago que, según nos explicó un amable león de Cabezo de Torres (y sus juro por estas que no estaba borracha y era un león de Cabezo de Torres; bueno, vamos a dejarlo en joven con la cara pintada de león, pero que era de Cabezo de Torres, va a misa) tienes que ir a un cajero, pagar con tu tarjeta, imprimir el recibo y volver al depósito para restregárselo al ventanillero por las narices. Eso sí, nos dijo el león de Cabezo de Torres, cuidado con el banco porque él había ido a BMN y el cajero de BMN le había dicho que tararí que te vi, y se había tenido que buscar la vida en pos de un cajero BBV, donde por fin le habían admitido el pago. Cómodo y fácil. Bieeeeeeeeeeeeeen.

   Invadidos de múltiples aprensiones el grupito nos dirijimos al cajero de la BMN que, como no podía ser de otra manera y estaba escrito hallábase justo en la acera de enfrente pero poco accesible, porque como todo el mundo sabe Juan Carlos I no es precisamente una estrecha calleja ni está plagada de pasos de peatones. Con un sol de justicia y tropecientos grados a la sombre cruzamos Juan Carlos I y nos metimos en el cajero más caliente del mundo mundial, un cocedero. Pero, oh milagro de los milagros y maravilla maravillosa, el pago se realizó en un santiamén y a los dos segundos ya tenía yo el papelito de marras que certificaba la defunción de 105,44€ de vellón de mi cuenta corriente. Hala, vuelta a la ultratumba municipal esa y restregada de papelito en las narices del ventanillero, que se vengó de mí advirtiéndome que con esto se culminaba la primera fase de la dilapidación de mi pasta gansa (uséase, los gastos de la grúa), pero que aquello no había terminado ni mucho menos: en breves fechas recibiría la correspondiente multa del ayuntamiento. Bieeeeeeeeeeeeen.

   Ya en el coche, fui soltando gente a lo largo del recorrido; gente que comenzaba a buscarse la vida una vez que yo había desmenuzado y fumigados todos sus planes elaborados antes de comenzar la luctuosa jornada.

   Y encima, querían pagarme la multa...



   Angelicos del señó.

martes, 24 de marzo de 2020

MOMIAS DE PICANTONES A LA AMENOFIS IV (RECETA EGIPCIA)

Ingredientes: Dos pollos picantones, una bolsa para hornear, una bolsita de hierbas provenzales, aceite, sal y pimienta. Guarnición: patatas o verduras.

Preparación: La víspera, átense los picantones para que no disparen patas y alas por doquier; a continuación expándanse con alegría sobre los picantones casi todas las hierbas provenzales, dándoles la vuelta para que queden bien impregnados.

Al día siguiente, córtense las patatas en rodajas de un dedo, espéciense con un poco de pimienta verde molida y el resto de las hierbas provenzales. Introdúzcanse las patatas en la bolsa de asar al horno a modo de lecho, cama o yacija; a continuación, sálense los picantones e introdúzcanse también en la bolsa sobre las patatas. Añádesele al conjunto un chorrito de aceite de oliva y ciérrese herméticamente la bolsa con el papelito con que viene acompañada.

Alecciónese al consorte (dado que una ha de cumplir fielmente con el horario laboral) con las siguientes instrucciones: precalentar el horno a 200º durante unos minutos; introducir la bolsa en un recipiente ad hoc, pinchándola previamente para evitar que explosione (con los consiguientes efeztos colaterales) y a continuación bajar la temperatura del horno a 150º, introduciendo el bicho y manteniéndolo allí durante 45 minutos.

Una vez pasado ese tiempo, extráigase el asado del horno, córtense la bolsa y el hilo grueso con unas tijeras y llévese a la mesa, donde aguardan los comensales expectantes y babeando (se da por hecho que hablamos del almuerzo a eso de las 15.30 de la tarde, tras una dura jornada de trabajo).

Una vez cortada la pechuga y comprobado que los pincantones están totalmente crudos, así como las patatas, júrese en cuantas lenguas vivas y/o muertas se conozcan; a continuación, búsquese frenéticamente en el armario algo comestible que echarse al estómago mientras se continúa jurando (en el caso de mi santo, en portugués) acompañado por el resto de los comensales, que en estos momentos tienen un brillo asesino en la mirada y afilan sus cuchillos mientras miran con aire calculador las generosas proporciones de aquí, la que suscribe, para calibrar a cuánto tocan por cabeza.

Introdúzcase el asado nuevamente en el horno, sin bolsa ni ná y a tomar por saco, esta vez subiendo la temperatura a 180º.

Extráigase del armario una lata de salchichas frankfurt y caliéntense al microondas, siempre sin dejar de jurar (esto último es muy importante para descargar adrenalina) mientras quien suscribe procura guarecerse de los ataques indiscriminados de los cuchillos comensaleros.

Rúmiense las salchichas con ensalda mientras alrededor se masca la tragedia y el silencio es tan sólo roto por el documental de turno de La 2 (veinte veces el consabido ñu devorado por un cocodrilo. Qué suerte tiene el condenado del cocodrilo, leñe).

Una vez finalizado el festín salchichero, recójase la mesa, déjese la cocina como el jaspe y súbase suspirando a la planta primera para dar rienda suelta a la frustración a través del Féisbus.

Tres horas y media más tarde y con un grito de horror, cáigase en la cuenta de que los picantones de los cohones (hoy me siento poeta, de ahí la rima) llevan tres horas y media en un horno a 180º. Bájense de tres en tres las escaleras y apáguese el horno mientras más juramentos y una densa nube de humo invaden el éter por doquier. Extráiganse los cadáveres momificados de los picantones y con ayuda de un taladro cementero inténtense soltar las patatas necrosadas del fondo de la fuente, a lo que se niegan ferozmente.

Abrase la tapa del cubo de la basura e introdúzcanse los Amenofis IV con gesto de "que os vayan dando".

lunes, 23 de marzo de 2020

QUÉ GODSPEL EL DE AQUEL DIA

Corría el año ...titantos y a la sazón residía en Granada, bellísima ciudad andaluza en la que me he aburrido a espuertas, a serones y a capazos. Ya sea debido a esa ya legendaria peculiaridad de los granaínos que ellos mismos denominan mala follá, ya sea porque una (que habla hasta con las piedras) no le dio lo suficientemente fuerte al pico verbal, el caso es que me costaba muchísimo hacer amistades. De hecho, tras cinco años de estancia tan solo pude hacer un amigo con el que pegué la hebra en el transcurso de un aburrídisimo curso de iniciación a la fotografía en el que me metí por pura desesperación durante un mes de julio que, como tó dios sabe, es un mes muy apropiado para estudiar.

Bueno, que me enrollo. El caso es que, como ya digo, me aburría a capazos y aprovechaba cualquier resquicio para distraerme apuntándome a todos los eventos musicales y de otras bellas artes que se celebraran en la ciudad. Y héteme aquí que un día leí en la prensa que venía a Granada un afamadísimo grupo de godspel, en concreto del Harlem neoyorquino. Huysssssss, con lo que a mí me gusta el godspel... Nada, nada, había que darse prisa y reservar entrada cuanto antes, no fuera a ser que me quedara sin el disfrute porque el aforo del auditorio no es como para echar cohetes. Así que corrí a comprar mi entrada con casi un mes de antelación, motivo por el cual pude elegir butaca; y como no era cosa de perderse los detalles, adquirí una entrada en primera fila y elegí la butaca más centrada: Fila 1, Butaca 1; dato este fundamental para entender la espiral de violencia que se originó después.

El día de autos y con la entrada hecha un higo de tanto manosearla llegué al auditorio con bastante antelación, tanta, que me encontré sola en mi asiento con el vacío a mi derecha e izquierda. Dado que por aquel entonces andaba yo muy, pero que muy metida en carnes, en lugar de sentarme lo que hice más bien fue embutirme en la butaca y allí me quedé para los restos. Fueron transcurriendo los minutos y el auditorio comenzó a llenarse de gente, pero algo extraño ocurría porque mi primera fila permanecía desierta, así como la fila 2 a mi espalda: nadie, excepto yo, ocupaba butaca alguna. Pensé que estaban reservadas para la organización, autoridades y amistades o equipo del grupo musical, así que no me preocupé. De vez en cuando me volvía para echar una panorámica general y contemplaba el auditorio a reventar de personal mientras yo yacía cual islote solitario en la inmensidad de las dos filas. Pues qué raro era aquello, estaba claro que había habido bofetadas por conseguir las entradas... ¿qué demonios pasaba con las filas 1 y 2? Lo cierto es que jamás conseguí averiguarlo, pero lo que sí recuerdo perfectamente es que permanecieron vacías durante todo el recital. Y no sólo lo recuerdo perfectamente, sino que lo tengo clavaíto en el
melón como una estaca incadescente.

Llegó el ansiado momento: se apagaron las luces, el escenario centelleó con potentes focos y fueron apareciendo los integrantes del grupo ataviados como era de rigor con esos hábitos tan característicos que en este caso lucían un dorado chillón que tiraba de espaldas. Aullidos de salutación por parte del público, amplísimas sonrisas profidén de respuesta por parte de los solistas, y el concierto comenzó mientras yo me hundía resignada en mi solitaria butaca, aislada del resto de los mortales cual maléfico estreptococo pero dispuesta a disfrutar de mi godspel.

Llegados a este punto es preciso aclarar algo muy importante: a mí me gusta el godspel, me gusta mucho; pero me gusta el godspel tradicional, el espiritual cantado pausadamente a gorgorito limpio y acompañado de esos bajos profundos que sólo unos cuantos afortunados saben emitir. Y lo que allí me encontré fue un godspel diferente, el soul godspel, para entendernos: ritmos casi frenéticos y aullidos musicales muy bien interpretados, desde luego, pero nada relajantes sino todo lo contrario: aquello era un pandemonium a ritmazo limpio de “oh my looooooooord” y tal, palmadas, danzas varias y saltitos a todo pasto. En fin, lo que ahora se oye y se ve por todos lados. ¿Dónde estaba mi Jessie Norman? ¿Dónde mi Mahalia Jackson? En las chimbambas, desde luego, pero allí seguro que no.

La gente estaba entusiasmada y los aullidos eran generales. No estaba pasándolo mal, todo hay que decirlo, aunque aquello no fuera precisamente lo que me hubiera gustado oír; pero, sobre todo, el aislamiento en plan bacteria superpeligrosa a que estaba sometida en las filas 1 y 2 era pelín angustioso, por no hablar de la expectación que levantaba aquella Maribacteria flotando en dos filas desiertas. Lo malo vino después cuando los solistas, en pleno éxtasis godspelero, animaron al público a corear y aplaudir. Pues vale, pues muy bien, aplaudamos, se dijo para sí misma el maléfico estreptococo. Allí estaba yo, cual bacteria infecta en su matraz, aplaudiendo por puro mimetismo y poniendo cara de póker ante los cantantes, que no me quitaban ojo y que con toda seguridad se estaban preguntando quién demonios era aquella rebosante pardilla empotrada en el asiento que sonreía al vacío y aplaudía al compás como si en ello le fuera la vida. Porque, qué narices, había que mantener el tipo (por muy rebosante que este fuese) y hacer como si estuviese en el paroxismo del entusiasmo, con el dato añadido de que no solo me miraban escamados los solistas sino también el público: cada vez que me giraba para echar una ojeada veía muchos pares de ojos mirándome, seguramente pensando que yo era una enchufada de la organización. Jopelines, menucho enchufe... una enchufe de esos que te dejan chicharrillo...

Pero el cáliz de la amargura no había hecho más que empezar. Tras la petición de batir palmas se pasó a la fase de tó er mundo é güeno y hay que besarse. Bueno, tanto como besarse, como que no; pero tocaba sí o sí cogerse de las manos y unirse en canto espiritual y salatarín. “¡Vamos, todo el mundo en pie, unamos nuestras manos para enaltecer al Señor!” etc., etc., etc. Haaaaaaaaala, todo el auditorio en pie, en el colmo de la alegría mística. Y yo... ¿cómo narices me cogía yo de las manos de alguien? ¿saltando a lo Fossbury dos filas de butacas? ¿abalanzándome sobre los solistas y agarrándoles de los rutilantes hábitos? ¡Anda queee...! Como buenamente podía me desempotré de la butaca y me puse en pie para unirme, al menos espiritualmente, al resto del personal. De maléfico estreptococo nada, monada, me dije: Agustina de Aragón y Viriato los dos en una, Maribel, eres un Viriato, a tomar por saco el ridículo, ¿que hay que levantarse y cogerse de las manos? Aquí la primera, faltaría más, aunque en lugar de manos te agarres a los vacíos respaldos de las butacas a ambos lados de tu cuerpo serrano y te bambolees a derecha e izquierda cual boya a merced del oleaje, en este caso al ritmo del “ooooh my lord” de turno. Allí estaba yo, un lunar en la frente del auditorio, oscilando a un lado y a otro con los brazos abiertos y aferrados a los respaldos de las butacas adyacentes mientras juraba para mis adentros en plan Prestige que nunca mais, nunca mais.
Llegó el final, porque afortunadamente todo tiene un final. Pero claro, no me iba a ir de rositas, había que apurar hasta la última gota de aquel cáliz de la amargura y dar la última campanada. El número final, obviamente, era el más saltarín, entusiasta y paroxístico de todo el recital y a ello se pusieron los solistas con un ímpetu que ríete tú del tsunami japonés. El estruendo era total y el auditorio se venía arriba con todos en pie, aunque yo había decidido alzar bandera blanca y empotrarme de nuevo en mi asiento, dispuesta a no hacer ni un numerito más.

Já, já, y já.

Hacia la mitad de la catarsis godspelera se adelantó uno de los solistas y comenzó a arengar a las masas: “¡Venga! ¡¡todo el mundo al escenario!!” Sentí un escalofrío de horror en mi espina dorsal porque el tío no me quitaba ojo. “Podddió, no, esto no”, supliqué para mis adentros mientras el solista avanzaba hacia mí desde el escenario y me espetaba un “¡¡Oh, come on!!” que no admitía réplica. Hay que joerse, Maribé, pero qué has hecho tú para merecer esto, me decía a mí misma al tiempo que me desempotraba nuevamente de mi butaca y avanzaba hacia el escenario, sola de soledad solitaria; un escenario que no tenía gran altura, de hecho era bastante accesible para cualquier bípedo que no pesara bastantes arrobas a la canal, como era mi caso. Llegué al borde y elevé al propio cantarín unos ojos de cordero agonizante; cantarín, iluso de él, animalico del señor, que alargó el brazo e intentó alzarme en volandas.

La venganza es mía, dijo el Señor. Por muy cachas que el propio estuviera, mis arrobas eran mis arrobas: al primer tirón consiguió elevarme unos tres centímetros del suelo, para, acto seguido, despeñarse a los abismos del patio de butacas merced a la incontestable fuerza de la gravedad terrestre y el peso específico a desplazar de quien suscribe: al chico le faltó el canto de un duro para precipitarse a mis pies y pegarse el lechón del siglo. Los hábitos se le volvieron del revés mientras intentaba recuperar la estabilidad y se volvía a sus colegas pidiendo auxilio, y allá que se adelantaron varios saltarines más, prestos a recuperar ileso a su solista del alma y conseguir que la mole maribelesca ascendiera a las alturas. Entre cuatro, tirando como posesos, me elevaron al escenario mientras el auditorio intentaba recuperarse de la histeria colectiva en que había entrado durante la escalada.

Obvio es decir que, visto el percal, no hubo nuevos intentos de congregar a más gente en el escenario; de modo que allí tenéis al maléfico estreptococo rebosante, rodeado de hábitos de un dorado chillón y pegando saltitos, batiendo unas palmas hipotéticamente enardecidas y entusiastas, arengando a las masas al unísono con el resto... y muriéndose a chorros por dentro, pero aguantando el tipo (es un decir) como una jabata.

Para un ascenso a los cielos, la cosa fue bastante cutre, qué queréis que os diga.

AGROECOPORNO FOR YOU

   Lo que hay que de zufrí cuando decides ser ecoagricultora urbanita.

   Harta de comer plastitomates que es preciso pelar con motosierra; hasta las narices de ingerir hortalizas insípidas y clonadas (me muero por ver una caja de hortalizas que no sean exactamente iguales las unas a las otras); muy fastidiada de comprar fruta perfecta por fuera y absolutamente sosa por dentro... harta de todo esto, digo, decidí un buen día cultivar mis propias verduras en la terraza, ya que cuento con unas jardineras de generosa capacidad. Así que provista de tres o cuatro libros para que iluminaran mi mente urbanita y cementera y me guiaran por la senda del perfecto agricultor, procedí a sembrar calabacines, pepinos, rabanitos, zanahorias, coles y alguna otra que me dejo en el tintero. Tomates no planté, porque me dijeron que son muy señoritos y hay que estar muy pendiente de ellos, y dado que mi nivel hortofrutícula está a ras de suelo decidí no arriesgarme.
    La lucha fue encarnizada y hubo daños colaterales, por no hablar de las consecuencias intrínsecas en lo que a los resultados se refiere. Por causas que hasta la fecha ignoro, los rabanitos fueron los únicos en brotar en su momento y lugar, prosperar, crecer y finalmente ofrecernos una sabrosa muestra de su especie. Mira por donde, es una hortaliza que a mí ni fu, ni fa, de modo que solo mi santo se deleitó con ellos. En cuanto al resto..
    Primer round: los pepinos, tras mucho mimo y cuidados, no sabían a nada; y cuando digo nada es nada: ni sosos, ni amargos, ni ná de ná. Lo dicho: NADA.
    Segundo round: las zanahorias también brotaron y crecieron, pero poco; tan poco crecieron, que consultado el manual fui informada de que para su recolección era preciso que el tubérculo sobresaliese un poquito de la tierra. Bueno, pues a esperar. Y esperamos, y esperamos, y esperamos. Y cuando nos hartamos de esperar y arrancamos una zanahoria para ver qué narices pasaba comprobamos que las muy canallas habían decidido madurar dentro de la tierra, y viendo que no las recogíamos se dedicaron alegremente a extender raicillas por doquier, de modo que parecían todas unas agro-punkis. Pues nada, a reunirse en la basura con los sosopepinos.
    Tercer round: las coles. Se trataba de la col que se cultiva en el Norte de España, de esas que crecen a lo alto, y crecen, y crecen, tienen un sabor muy característico y diferente a la que conocemos por estas latitudes, así como unas hojas que se desarrollan mucho. En lo que a hojas se refiere no nos podíamos quejar porque te sacaban un ojo si te aproximabas de tan grandes que eran; pero para cortarlas hubo que emplear material antidisturbios, o lo que es lo mismo, la motosierra, porque aquello estaba más duro que una piedra. Hala, a montar una disco con los sospepinos y las punki-zanahorias.
   Por no hablar de mis manos asesinas, que hicieron estragos. Invadida por la alegría hortofrutícola, me había estado dedicando a regar mediante el sistema de regadera lluviosa por aquí, regadera lluviosa por allá, con el resultado de que conseguí infestarlo todo de oidio, esa plaga maldita que cubre las hojas de un manto de blanca pelusilla. Consultado febrilmente el manual, fui enterada de que había estado actuando justo en sentido totalmente opuesto al correcto. Sudores de sangre me costó enderezar la cosa, porque los calabacines, los verdaderos protagonistas de esta crónica, tienen unas hojas enooooooooormes y a las pobres las había dejado para los leones.
Y ahora vamos al Cuarto Round, los susodichos calabacines. Resulta que las puñeteras flores se abren y cierran en cuestión de horas; y una, que se moría por zamparse un buen puñado de flores preparadas al modo italiano, tuvo que montar guardia para pillarlas abiertas, cortarlas para meterlas en agua y posteriormente en la nevera. Hasta aquí, bien. Lo que una no sabía es que los calabacines tienen flores femeninas y masculinas, uséase, que son manfroditas, bisesuales, ambidextras... vamos, que le dan a todo. Y hay que polinizar las hojas femeninas con el polen de las masculinas, cosa de la cual toooodo el mundo que esté versado en educación sexuá sabe que es una labor que corresponde a las abejitas del campo, abejorros y afines.

Tenía en mi terraza una tribu de avispas que acudían a beber agua (genial: con ellas pululando no quedaba ni un bichillo mataplantas en varias leguas a la redonda); tenía dos mega-saltamontes que me daba pena liquidar porque me caen bien, son bonicos ellos y hasta el momento no se habían zampado nada... pero no tenía abejas. Las hubo antes de mi fiebre sembradora, pero no las había vuelto a ver. Y venga a de zufrí y de zufrí, buscando abejas y con la cabeza llena de tremendas dudas: ¿las avispas polinizan? ¿Y las hormigas? ¿Y los saltamontes? Con grave riesgo para la integridad física de mis narices me dediqué a perseguir avispas y observarlas, llegando a la conclusión de que no polinizan: tienen unas patas larguísimas carentes por completo de pelillos para retener el polen. Y venga a de zufrí, ante la horrible duda: ¿estaban polinizadas mis flores de calabacín? ¿No lo estaban? ¿Lo estaban vuelta y vuelta?

El foro de Infojardín me resolvió el problema: cuando no hay bichos polinizadores, es preciso proveerse de un bastoncillo para los oídos y recoger el polen de las flores masculinas (que salen de un tallo común y corriente), envolver el bastoncillo con sumo cuidado en papel de plata, guardarlo en un recipiente herméticamente cerrado y mantenerlo fresco en la nevera hasta cuatro o cinco días si es preciso, hasta que se abra la flor femenina (la que brota con un pequeño calabacinín en su base), y en cuanto la pilles despistada... ¡zas! polinizarla.

Hasta aquí, fer-pec-to. Todos los días tenía cosecha de flores masculinas y fui abarrotando frascos de cristal con bastoncillos reventando de polen, cada uno de ellos cuidadosamente envuelto en papel de plata. Pero las malditas y ansiadas flores femeninas no se abrían; o si se abrían lo hacían cuando no podíamos controlarlas: siempre que salíamos a inspeccionar estaban cerradas, bien porque todavía no se habían abierto, bien porque ya se habían pasado.

El sábado me largué a Murcia para trotar durante todo el día por la ciudad y disfrutar de la Fiesta de las Tres Culturas, dejando en casa a mi adosado debidamente adoctrinado para que cada hora subiese desde las profundidades del sótano donde trabaja y vigilase a las fuguillas estas, y caso de ver alguna abierta... ¡zas! sacar los bastoncillos de la nevera y hacer las veces de abejorro feliz, polinizando como un poseso. Según me contó después, preso de agujetas de tanto subir y bajar escaleras durante todo el día y bastante cabreado, no había abierto ni una sola flor femenina. También me aseguró de que pasaba de calabacines, abejorros y demás. Y lo dijo como él dice las cosas: suave, pero firmemente. Nada, que me tocaba a mí hacer de abejorro.

AVISO: LO QUE VIENE A CONTINUACION ES MUY PORNO.

Por fin, una madrugada me tiré de la cama y bajé a la terraza en estado catatónico, sin café ni ná en el cuerpo (heroica hazaña, afirmo), y... ¡¡ooooooh!! Cuatro, cuatro hermosas flores femeninas lucían todas sus galas, esperando anhelantes a sus correspondientes
novietes abejorros para darse unos cuantos revolcones polinizadores. Presa de la emoción corrí a la nevera y descargué toda la partida polínica sobre los estigmas: Oooooooooh... aaaaaaaah... síiiiiiiiiiiii... asíiiiiiiiiiii... máaaaaaaaaas... os juro que escuché cada vez que el bastoncillo se acercaba lentamente a la flor y se introducía en su cuerpo serrano. Se produjeron varias arrobas, paletadas de orgasmos calabacinescos, uno detrás de otro. Cuando abandoné la terraza, febril por tomarme el café, dejé atrás un rastro de la agrobacanal, agrovorágine y orgía hortícola, todo en uno. La Abeja Mayabel podía estar satisfecha de haber dado una lección magistral de agroeducación hortosexuá.

La porno-polinización fue todo un éxito y los calabacines comenzaron a crecer. Tan solo el pequeño detalle de que, por empatía con todos sus hermanastros vegetales colindantes, decidieron adquirir el característico sabor a NADA que hasta ahora habíamos disfrutado.

   Por supuesto y visto el resultado, se procedió a masacrar y arrasar la huerta terracera, actualmente llena de cactus. Faltaría más.

domingo, 22 de marzo de 2020

ABDUCIDAS EN ABDACETE
(Pero, ¿qué hago yo meando en un tiesto?)

Aviso a navegantes: En la época en que sucedieron estos hechos, el teléfono móvil era una entelequia que tan solo podían disfrutar dos o tres privilegiados en el mundo, dato este a tener muy en cuenta para la comprensión de la segunda parte del relato.


    El puente, ese prodigio de la ingeniería que salva distancias y enlaza caminos, tiene otra vertiente laboral de efectos eufóricamente devastadores: a su conjuro los rostros se iluminan y los ojos chispean de alegría; en despachos y oficinas flota una ráfaga de ilusión que transforma en gratificante la deliciosa tarea de hacer una fotocopia y convierte la espinosa consulta de un plasta-usuario en la solución a su problema; todo ello, aderezado con la beatífica sonrisa de un empleado que, en cualquier otro momento estaría machacando mentalmente los sesos de su interlocutor.

    Yo no era inmune a estos efectos: como cualquier mortal currante me encuentro sometida a las pasiones humanas, por lo que la llegada de cierto puente fue recibida con honores; el viernes 15 de Mayo era fiesta local y por lo tanto la estampida masiva tan sólo afectaría a Madrid, lo que implicaba total libertad de movimientos fuera de sus límites sin molestas masificaciones, un chollo, vamos. El puente favorecía también a mi amiga Pepa, recién llegada hacía unos meses de Albacete, donde por motivos profesionales había residido durante dos años.

    Pepa había dejado asuntos pendientes en la bella ciudad manchega; asuntos cuyos trámites requerían una solución ineludible, de modo que vio el cielo abierto cuando se aproximó la fecha de la estampía puentil: ¿no era fantástica la idea de viajar a tan espléndida ciudad, resolver en una mañana aquellos engorrosos asuntos y quedar después en libertad absoluta para campar a nuestras anchas por los múltiples centros de ocio y placer que Albacete ofrece al visitante? El carácter de Pepa, expansivo y alegre, le había granjeado infinidad de amistades durante su estancia en aquella ciudad, de modo que no sólo contaríamos con alojamiento gratuito, sino también con todas las garantías para pasar un fin de semana inolvidable.

    Y lo fue. Tan inolvidable, que hoy día, pasados ya un porrón de años, a veces despierto en medio de la noche bañada en sudores fríos presa de pesadillas sin cuento.

   Pero estoy adelantando acontecimientos; prosigamos con el relato.

    Partimos de Madrid cantando alegres canciones intercaladas con entusiastas comentarios por parte de Pepa sobre la delirante orgía de diversiones que nos aguardaban: buena mesa, buenas copas, buenos amigos… Pronto llegamos a Albacete y, tal como había predicho Pepa, los engorrosos asuntos bancarios fueron resueltos en un santiamén, abriéndose entonces la tan ansiada perspectiva de jolgorio. Para el apartado Recorridos lúdicos Pepa contaba con la inestimable compañía de su amiga María y para el apartado Ánde pijo vamos a dormir con la aún más inestimable hospitalidad de otra amiga, Juana, quien había ofrecido su casa para la pernocta mientras ella viajaba a Valencia para pasar el fin de semana con su familia.

    Juana, mujer de mediana edad y temperamento formal un tanto chapado a la antigua, nos condujo a su pulcrísima vivienda situada en lo que antaño había sido una mansión de la alta burguesía albaceteña, reconvertida ahora en casa de vecindad: la casera de Juana y propietaria del edificio habitaba en el segundo piso, mientras que su inquilina ocupaba el primero. Desde la calle se accedía a la antigua mansión por un amplio vestíbulo decorado con algún mobiliario y una selección de enormes y espantosas plantas artificiales incrustadas en unos también enormes macetones. Este vestíbulo, además de la correspondiente puerta de acceso a la calle, de madera maciza y clásica mirilla enrejada de cristal translúcido, también contaba con una ventana de idénticas características. Me detengo en estos detalles porque son elemento fundamental en la secuencia de los terribles acontecimientos que luego acaecieron. Lo tenemos claro ¿no?: Puerta principal del edificio  amplio vestíbulo con muebles  escalera principal por la que se accedía al piso de Juana (primera planta) y vivienda de su casera (segunda planta).

    Juana nos dio instrucciones precisas sobre el funcionamiento de algunos de los aparatos de la vivienda. Su casa era un modelo de orden y pulcritud, cosa que me inquietó porque conocía de sobra a Pepa y el innato desorden doméstico que le caracteriza, aunque me tranquilicé pensando que allí estaba yo para reconducirla por la senda del bien y no permitirle dejar la casa hecha unos zorros. Mientras tanto, Juana nos entregó las llaves y nos aleccionó para que al momento de marcharnos las depositáramos sobre la mesa del comedor. No había problema: el barrio era seguro, ella disponía de otro juego y caso de suceder cualquier percance su casera también contaba con otro juego; y como susodicha señora jamás salía de su casa salvo a primeras horas de la mañana para realizar la compra, todo estaba perfectamente controlado.

  Partimos las tres: Juana a su destino valenciano y nosotras rumbo a la orgía de placeres que nos aguardaba extramuros. Nos esperaba María en un mesón tradicional donde comenzó la fiesta gastronómica a base de atascaburras (ajoarriero), famoso plato albaceteño de efectos astringentes demoledores. Ahítas de cerveza pusimos rumbo a casa de María para intentar hacer honor a la comida que su familia había preparado en nuestro honor. La familia se componía de madre, hija (María) y padre: éste último postrado en una silla de ruedas, inmovilizado e inerte debido a una trombosis galopante que le había dejado en estado catatónico. Ante este panorama comencé a inquietarme: la prometida orgía romana iba palideciendo a ojos vistas: por muchas cervezas que una lleve en el cuerpo, tener delante de las narices a un pobre señor a quien hay que limpiar y dar de comer no es precisamente como para bailar una jota…

  La familia nos reiteró la invitación para un segundo almuerzo al día siguiente, lo que me inquietó aún más. ¿Do paraban esas orgías romanas prometidas y hasta el presente hipotéticas? Llevábamos ya varias horas en Albacete y hasta el momento tan sólo habíamos conseguido estreñirnos hasta las cachas gracias a los poderosos efectos del atascaburras, para acto seguido asistir a un despendolado almuerzo con catatónico incluido. ¿A esto se le llama orgía?

  Finalizada la comida y con gran alivio por parte de todos, María nos condujo a una cafetería donde degustamos un magnífico café irlandés: la cosa se enderezaba, no había duda, de modo que para las siete de la tarde los ojos brillaban, las risillas flojas se sucedían y los andares comenzaban a ser algo sinuosos. La tarde era espléndida y en bares y mesones comenzaba a crearse un ambiente bullicioso findesemanero. Hacia ellos nos dirigimos para reunirnos con Silvia, otra amiga de Pepa, con quien degustamos nuevos manjares. Llegadas las diez de la noche el ambiente era francamente orgiástico: los chistes más espantosos eran recibidos con explosiones carcajeantes seguidas de más tambaleos; el sol brillaba aunque fuera noche cerrada, los pajaritos trinaban… en fin: el mundo nos pertenecía.

  Se imponía mover el esqueleto: era a-b-s-o-l-u-t-a-m-e-n-t-e imprescindible soltar por los poros las cien arrobas de alcohol que se alojaban en nuestros cuerpos serranos, de modo que nos dirigimos a la disco más fashion del lugar donde nos fundimos con la masa saltarina que ya abarrotaba el local. La música era buena y los botes impresionantes, casi alcanzaba a tocar la bolita de espejos mientras agitaba los brazos en alto, presa del frenesí bailarín. ¡Aquello era el paraíso!

  Dos chicos se acercaron al cuarteto de cabras saltarinas. Rubios, ojos azules e imponente estatura, impresionaron a las danzantes con gestos y palabras ininteligibles, hasta que por fin se hizo la luz por entre las neblinas alcohólicas: eran rusos y apenas llevaban una semana en España. Oh, ah, pensamos a coro las cuatro: ¡rusos, cachas, ligables! Aquello no era el paraíso, sino el despiporre absoluto. El pequeño inconveniente de que ellos eran dos y nosotras cuatro fue resuelto por la ilusión óptica: cuando se ve doble, el problema desaparece por completo, así que tocábamos a uno por cabeza. Ferpecto.

  Comenzó el cortejo al uso mientras la cruda realidad se abría paso gracias a los botes bailongos que producían el efecto perseguido de eliminar al menos un cuarenta por ciento del alcohol ingerido: dos tíos para cuatro tías, tocábamos a medio ruso por cabeza. No hubo sorteo: la madre Naturaleza decidiría y la madre Naturaleza decidió alzándose con la victoria Silvia y Pepa, las más lanzadas. Aunque siempre juntos, las parejas se habían formado y la perspectiva era muy halagüeña para las vencedoras mientras las perdedoras se consolaban pegando más botes desenfrenados y olvidándose de los rusos como objetivo número uno para considerar la diversión alcohólico-danzante como objetivo número dos.

  Serían alrededor de las cuatro de la madrugada cuando el cansancio nos rindió y salimos al exterior. El aire era frío y despejó los cerebros. Mientras Pepa y Ruso Nº 2 se hacían mimitos, Silvia y Ruso Nº 1 caminaban juntos: él le susurraba dulcemente en su idioma lo que parecía ser toda una declaración de intenciones que ella se empeñaba en no entender y transmitía al resto del grupo por megafonía vocal, ya que las distancias entre ambas (parejas y desparejadas) no era pequeña:

   - ¡Oyeeeeeeee, que este me está soltando un rollo que no me entero de nadaaaa! ¡Y tengo un sueño que me muero, que hoy me he levantado a las siete! Pero, ¿qué coño estará diciendoooo?

A lo que yo, a unos tres metros de distancia de la pareja, iluminé su confuso cerebro utilizando el mismo sistema megafónico:

   - ¿Tas tonta, tú? ¡Lo que quiere es pegarse un revolcón, joé! ¡Aprovecha la ocasión, que está como un queso y no se sabe cuándo volverás a repetir, so mema! ¡Qué más quisiera yo que haberle cogido por banda en su momentoooo…! 

   - ¡Pues a mí se me han pasado las ganas, que estoy muerta, muerta, muertaaaaaa!

   - ¡Pues dale puerta, que yo tampoco estoy ahora para esos trotes y además me estoy meando viva!. ¿Habrá alguna tapia por aquí cercaaaa?

Tan exquisito diálogo fue interrumpido abruptamente por el ruso Silvio-cortejante:

   - ¡¡Joder, pues vaya plan!! ¡Si lo sé, no vengo!

   Por mucho Espíritu Santo que revoloteara por los alrededores, era imposible que en tres décimas de segundo el cuarteto femenino hubiéramos asimilado de golpe el idioma. Al escuchar tan recia frase, las cuatro nos detuvimos en seco: el alcohol se esfumó en el frío de la noche y cuatro pares de ojos furiosos se posaron sobre Ruso Nº 2 y Ruso Nº 1, quien hasta entonces había permanecido silencioso, pero que colocó la puntilla:

   - ¡Coño! ¡Ya l’has cagáo!

   - Por muy alto, rubio, ojizulado y cachas que seas, enfrentarte a cuatro mujeres transformadas en hienas no es cosa como para tomársela a coña. Cuando los rusos se vieron rodeados de lo que les pareció una manada de lobas destilando veneno de los colmillos y mirada que denotaba bien a las claras que de ellos no iban a quedar ni los rabos (nunca mejor dicho), recularon y comenzaron a cantar de plano:

   -¡Eh, eh, un momento, que os explicamos! En realidad somos de La Roda, pero… ejém… solemos montar el “número del ruso” porque nos sale guai… Vamos, ¡que la cosa funciona! No tenemos ni idea de ruso, pero hemos aprendido a chapurrear expresiones que suenan bien… ¿Verdá que ha colao, eh, eh? Pero bueno, que no somos tan malos, en fin… ¿a que lo habéis pasado de abuten?

Calculando mentalmente lo que podría costarles un doble asesinato con agravante de nocturnidad, alevosía y ensañamiento, las fieras decidieron dejarles con vida y les abandonaron a su destino, no sin cubrirles de insultos. Cuando las figuras desaparecieron de su vista, las cuatro estallamos en risas histéricas que se prolongaron lo suficiente como para que cuatro vecinos, sacando medio cuerpo de las ventanas y nos informaran también a voz en grito lo que nos esperaba si no cerrábamos el pico inmediatamente. Pero yo, recordando el anterior y exquisito diálogo a voces, no podía contenerme y me sujetaba el estómago convulsamente, hasta el punto de que corrí a buscar con urgencia una tapia salvadora para poder dar rienda suelta a mis instintos en lo que ha pasado a llamarse la Primera Meada Extemporánea.

Hechas unos zorros y muertas de cansancio, el grupo de lobas se disolvió y cada una corrió a nuestros respectivos hogares. Eran casi las seis de la mañana cuando Pepa y yo nos derrumbamos sobre sus camas, incapaces siquiera de meternos entre las sábanas y presas de lo que comenzaba a ser La Madre de Todas las Resacas. Fue un sueño inquieto y de frecuentes viajes al baño para intentar aliviar las tres arrobas de piedros al rojo vivo que parecían bailar un rap en nuestros estómagos; abriendo por fin las dos unos ojos porrúos a las once de la mañana en un estado totalmente zarrapastroso.

La tragedia no había hecho más que comenzar aquella mañana sabatina. Nos tambaleamos hacia la cocina y una vez allí comprobamos con horror que no había café. Así, sin anestesia: no había café. La pulcra y ordenada Juana no ingería ese bendito brebaje que en aquellos momentos necesitábamos a vida o muerte inyectado en vena si queríamos realizar cualquier movimiento mínimamente coordinado. Haciendo de tripas corazón (nunca mejor dicho) intentamos volver a la vida activa y con los ojos semicerrados, chocando la una contra la otra y murmurando juramentos hicimos nuestro escaso equipaje y tras comprobar que todo quedaba en su lugar y ni la más leve mota de polvo o arruga quedaba atrás, agarramos sus maletas, dejamos las llaves encima de la mesa del comedor y cerrando la puerta descendimos las escaleras del edificio. Atravesamos el amplio vestíbulo y con las pocas fuerzas que nos quedaban, boqueando y con el cerebro acorchado, accionamos el pestillo de la puerta de la calle que nos conduciría al tan ansiado café.

Bueno, habría que matizar la frase: accionar el pestillo como que lo accionamos, pero ahí quedó todo porque la puerta no se abrió. Estaba cerrada con llave.

Durante un largo rato permanecimos inmóviles contemplando la puerta. Nuestros cerebros ya no daban más de sí y no hilaban la secuencia puerta-llave-cierre. Simplemente, no reaccionaban. Por fin, tras un profundo estado de inmovilidad, Pepa consiguió encontrar el cuarto y mitad de neurona que aún permanecía operativa, e iluminada por un resplandor de agudeza mental, emitió un veredicto cargado de inteligencia deductiva:

    - No se abre.

No respondí. Flasheada por semejante demostración de brillantez intentaba buscar mi correspondiente cuarto y mitad de neurona, pero no lo encontraba por ningún lado: en la caverna de mi cerebro sólo cabía una palabra: café. Pepa, mientras tanto, continuaba ejercitando su correspondiente cacho de neurona:

   - ¡La casera! Hay que ir a ver a la casera y pedirle la llave.

Einstein. Esta Pepa era Einstein, no cabía duda. Yo la contemplaba a través de la neblina de mis hinchados ojos como rodeada de un aura cegadora de inteligencia suprema. Prácticamente a cuatro patas ascendimos los dos tramos de escaleras que nos conducían a la salvación y llamamos débilmente a la puerta de la casera. Nadie respondió. La llamada se repitió esta vez con la poca fuerza que quedaba, pero todo continuó silencioso. No se percibía el menor signo de vida tras la recia puerta de madera con mirilla de cristal que constituía la entrada a la vivienda de la susodicha casera, a imagen y semejanza de la maldita puerta de la calle.

Transcurridos unos cuantos minutos de aporreo de la puerta, ahora feroz, de la puerta, ambas zombies nos rendimos a la evidencia: la casera que siempre estaba en su casa, no estaba en su casa.

   - Habrá ido a misa-, dictaminó Einstein mientras yo sacaba medio cuerpo por la barandilla, presa de boqueadas resacosas e incapaz de hablar.- Mejor será que esperemos a que vuelva, no puede tardar mucho, son casi las doce...

Descendimos nuevamente hasta el vestíbulo, que afortunadamente contaba con unas butacas de aspecto anticuado en las que pudimos depositar nuestras agonizantes posaderas mientras las maletas descansaban a nuestros pies. Y de esta guisa el tiempo comenzó su lento transcurso, interrumpido de vez en cuando por alguna boqueada, un leve ronquido y varias sartas de insultos dirigidos a la Humanidad en general y a la casera en particular.

A las dos y media en punto de la tarde me atacó la urgencia mingitoria. Busqué desesperadamente un lugar donde aliviar mi angustia, pero el desierto vestíbulo nada ofrecía… salvo las enormes macetas de plantas artificiales que, oh felicidad, se hallaban clavadas profundamente en varias toneladas de tierra natural. Y hacia allí me abalancé con la inquebrantable decisión pintada en su rostro, la mirada fija de quien se la juega a todas mientras Pepa me suplicaba a gritos:

   - ¡¡Noooooooooooo!! ¡¡No lo hagas, poddddiópolavigggggen!! ¡¡No lo hagas!!

Me detuve, volví el rostro para mirar a Pepa con una mirada hipnótica y sin articular palabra alguna continué mi marcha como una autómata hacia mi destino, que no podía ser otro que la Segunda Meada Extemporánea. Mientras el alivio se pintaba en mi rostro, se preguntaba una y otra vez: “Pero… ¿qué coño he hecho yo para merecer esto?”

No hay nada como ser Robinson Crusoe en Albacete: ante tanta y tan gran cantidad de desgracias los cerebros fueron reaccionando lentamente y comenzaron a surgir ideas, todas ellas brillantes y efectivas: yo era partidaria del método del alunizaje mirillil, así, por las bravas: tenía un enorme paraguas de robustísimo mango en mi poder y estaba completamente decidida a utilizarlo contra la mirilla de la puerta principal, que quizá una vez rota pudiera permitirnos manipular en el cerrojo. Ni qué decir tiene que la visión -desde la calle- de un paraguas saliendo de una mirilla y manipulando frenéticamente una cerradura podría provocar una desbandada general y una grave alteración del orden público; pero estaba dispuesta a afrontar hasta un consejo de guerra: todo, con tal de salir de allí. Pepa, en cambio, era partidaria de esperar ad infinitum la aparición de la casera, o bien intentar ponerse en contacto con Silvia y/o María para que desde el exterior pudieran pedir ayuda, incluso a los bomberos si era necesario (esta última idea, también mía, fue rechazada con espanto por Pepa, conocedora de los expeditivos métodos que tan honorable Cuerpo acostumbra utilizar en estos casos, léase hachazo, motosierra o granada revientapuertas).

La ventana del vestíbulo, igualmente enrejada, también daba acceso al exterior y fue la espoleta que accionó a las fuerzas semi-vivas: en un mugriento papel escribimos los teléfonos de María y de Silvia; acto seguido y abriendo la ventana, a través de la reja buscamos con la mirada algún ser vivo que actuara de mensajero. La cosa tenía bemoles porque no se trataba de una ventana de grandes dimensiones, las rejas eran más bien estrechitas y tan sólo permitían estirar el cuello lo suficiente como para que dos cabezas de cara contorsionada por la angustia y ojos desencajados e inyectados en sangre comenzaran a interpelar a los escasísimos viandantes que circulaban por la calle, una calle habitualmente tranquila que aquel día era un desierto:

   - ¡Eh, eh! ¡Pssst, oiga! ¡Sí, usted, señor/señora! ¿Podría ayudarnos? ¡Estamos encerradas y no podemos salir! ¡Por favor, llame a estos teléfonos y pida ayudaaaaa! ¡Nos dejamos la llave dentro, porque ella nos dijo que la dejáramos dentro, pero la casera no está y ella está en Valencia!

Parecíamos dos psicóticas soltando memeces. El efecto que tan incoherentes berridos obraba sobre los interpelados era justamente el contrario al fin perseguido: cuando vienes del súper con el carrito de la compra cargado hasta los topes y de repente ves salir de un ventanuco dos cabezas con los ojos extraviados e inyectados en sangre que te interpelan de esta guisa, si no te da un algo allí mismo lo lógico es que emprendas un trote cochinero y huyas despendolado/a perdiéndote en el horizonte. Y de este modo pudimos observar cómo diversos aborígenes albaceteños, tras pegar el consabido bote y mirarnos con espanto, emprendían la fuga a velocidad punta hacia lugares más seguros.

Por fin, una luz de esperanza se encendió en medio del caos: una jovencita de unos catorce años y aspecto de no ser una lumbrera, acudió atraída por los gritos y con la boca abierta escuchó una historia contada a trompicones y con grandes dosis de incoherencia:

    - Mira, guapa, estamos encerradas porque ella nos dejó la llave, pero la casera no está y como la dejamos en el comedor no podemos entrar (no se entendía bien qué o a quién se habían dejado en el comedor, si la llave o a la casera). ¿Podrías ir a una cabina y llamar a cualquiera de estos teléfonos? Toma dinero para la cabina, haznos ese favor, son amigas que nos ayudarán. Y si no… ¡¡llama a los bomberos!! (esto último lo solté yo a grito pelado, siendo fulminada por la mirada de Pepa).

La chiquilla tomó el mugriento papel con el dinero y salió corriendo. Durante bastantes y eternos minutos hicimos todo tipo de conjeturas: la chica había trincado la pasta y huído a las Caimán; la había atropellado un autobús antes de llamar por teléfono; se lo había gastado en petas… como se ve, cosas todas muy lógicas y normales. Afortunadamente, habían topado con un ángel de la guarda porque al rato regresó con la lengua fuera y una noticia que nos aplastó:

   - No contestan en ninguno de estos dos teléfonos- balbuceó. Acto seguido y convencida de que se las veía con dos locas peligrosas, les soltó el mugriento papel con el dinero y salió por patas.

A las tres y media de la tarde y al límite de la resistencia, reuní las pocas fuerzas que me quedaban y desoyendo las angustiosas súplicas de Pepa (“¡¡¡Noooooo!!! ¡¡No te cargues el cristal de la mirilla, que Juana me mata, con lo que es ella!! ¡¡Por tus muertos, no lo hagas!! ¡¡La casera volverá, seguro que vuelve!! ¡¡Nooooooooo, eso nooooooo!!”) subí al primer piso enarbolando el enorme paraguas y con la mirada decidida de quien camina hacia su propio destino por muy fatal que este sea (es decir, la condenación eterna y la excomunión fulminante por parte de Juana) le aticé un viaje a la mirilla de la vivienda que hizo trizas el cristal.

La luz de la salvación se convirtió en fulgurante destello: asomando la cabeza por la mirilla contemplé mi desencajado rostro reflejado en un enorme espejo que se hallaba en el vestíbulo de la vivienda, justo frente a la puerta. Espejo que no sólo reflejaba susodicho desencajado rostro, sino también la misma puerta y su correspondiente resbalón. Fue cosa de un segundo meter el paraguas por entre los restos del fenecido cristal y, guiada por la imagen del espejo, dirigir el puño hacia el resbalón y tirar de él. Tras proferir un grito de triunfo entramos como una tromba en el comedor y nos apoderamos de las tan preciadas llaves.

Fue necesaria su buena media hora para buscar una solución al destrozo de la mirilla. Tras barrer al milímetro las miguitas de cristal y dejarlas cuidadosamente apiladas en un montoncito sobre un periódico como prueba del asesinato cristalino, al que añadimos 2000 pesetas para la compra de otro cristal que sustituyera al caído en combate, tapamos cuidadosamente la mirilla con más papeles de periódico. No quedaba ningún trozo de papel en el que dejar reflejada por escrito toda la tragedia (recuérdese que el último trozo había sido utilizado para escribir los teléfonos de socorro), de modo que cuando Juana regresó feliz y relajada de Valencia sufrió un shock al descubrir su mirilla cuidadosamente tapada con las últimas noticias del ABC, un montón de migas de cristal en la mesa, y sobre este, campeando cual bandera victoriosa, dos billetes de mil pesetas.

Descendiendo de tres en tres las escaleras, enloquecidas y descafeinadas, nos precipitamos a la puerta de la calle que se abrió merced al conjuro de la llave salvadora, y gritando de alegría respiramos por primera vez en muchas horas el aire puro de Albacete. Eran las cuatro y media de la tarde de un tranquilo sábado y la calle se encontraba desierta y tan sólo teníamos un pensamiento: CAFÉ y salida despendolada hacia Madrid: una llamadita a María excusando nuestra asistencia al festín preparado en nuestro honor (con señor catatónico incluido). Ni despedidas, ni leches: ¿¿y si pasaba algo más por quedarse allí, eh, eh?? Nada, nada: a Madrid tó tieso.

No habíamos dado dos pasos, cuando de repente divisamos la figura de Silvia doblando la esquina precipitadamente y apareciendo ante sus ojos, pálida y ojerosa. Al ver aquellas dos piltrafas humanas que comenzaban a chillar “¡¡¡Por fin!!! ¡¡Por fiiiiiiiin!! ¿¿¿Dónde estábas, que te han llamado por teléfono y no respondías??? ¡No te puedes imaginar lo que nos ha pasado! ¡¡Llevamos hooooras encerradas en el vestíbulo de Juana, y yo he meado en un tiesto y hemos roto la mirilla!!”, Silvia nos cerró la boca chillando a su vez histéricamente:

   - ¡¡No sabíamos qué os había pasado!! ¡¡Venía a buscaros, creía que estábais durmiendo!! ¡¡Y es urgente, muy urgente!! ¡¡Se ha muerto el padre de María!! 

   - ¿Quéeeee? ¿Qué se ha muerto quiéeeeeeeen?¡El padre de María! ¡¡El padre de María!!

   - ¡¡EL PADRE DE MARIAAAAAAAA!!

María, sí. María, quien la noche anterior había renunciado a ligar con un ruso de La Roda. María, frente a cuyo padre catatónico yo había comido aprensivamente soñando con posteriores orgías…

Nos quedamos mudas, incapaces de reaccionar: Pepa, anonadada con la noticia pues le había unido una gran amistad con toda la familia del muerto. Yo, no. Yo no tenía amistad alguna con la familia del muerto, ni con el muerto, ni siquiera con la hija del muerto, aunque hubiera compartido con ella su pan y su sal (y su padre catatónico) y mi pobre cerebro aún tenía recursos suficientes como para predecir la secuencia de lo que se me venía encima.

Mientras tanto, Silvia continuaba dando detalles del suceso, ofreciéndoles un relato que les hizo besar el suelo del vestíbulo-prisión, la mirilla hecha migas y sobre todo y ante todo, la puerta de la calle herméticamente cerrada con llave.

La familia de María, extrañada de la ausencia de sus amigas invitadas a comer, había decidido no esperarlas pensando que estaríamos durmiendo la curda; de modo que se sentaron a la mesa y comenzaron a comer. Pero lo horrible del caso es que no sólo no volvimos a la vida, sino que el pobre señor catatónico salió de ella: se quedó tieso en la mesa ante esposa e hija, palmándola allí mismo. Tras el shock inicial la maquinaria fúnebre se había puesto en marcha y en aquellos momentos sus restos mortales se hallaban en el tanatorio de Albacete, dispuestos a recibir el último homenaje de familia, allegados… y un par de pardillas estupidizadas que, incapaces ya de reaccionar ante nada, escuchaban aquella sucesión de horrores con tan sólo una idea fija en sus mentes: ¡¡Bendita puerta cerrada!!

Porque yo no quería ni pensar en las consecuencias que se hubieran derivado de haber podido salir a la calle, sentarme a la mesa, y contemplar cómo un pobre señor hinca las narices en el plato de sopa. No quería ni pensarlo. Aquello hubiera sobrepasado cualquier límite de resistencia mental. Pero, además, comenzaba a vislumbrar la horrible secuencia del calvario que el destino me aguardaba y los temblores me sacudían intermitentemente. Era el brillante colofón a la orgía romana que me estaba chupando.

Y lo que veía venir, vino.

Allí me tenéis en el tanatorio de Albacete, boqueando por la resaca, con el estómago como un tambor, bizqueando merced al mono cafeínico y la escena berlanguiana que se abre ante mí: una interminable fila de sillas y sillones ocupados por una igualmente interminable fila de ancianas figuras totalmente desconocidas, todas enlutadas, llorosas y gimientes (María no estaba allí), a quienes fui repartiendo sendos ósculos en ambas mejillas, dando un pésame también berlanguiano porque mi pobre cerebro no daba para más: mientras mascullaba para mis adentros “¡¡¡Diommmío, pero qué he hecho yo para merecer esto!!!”. Incluso llegué a balbucir en una ocasión un “¡Animalico!” refiriéndome al extinto…

Todo tenía un límite. Tras besar la última arruga sedente, me volví a Pepa y sellé su destino:

   - Yo, me voy. Tú, haz lo que quieras; pero yo me voy.

Pepa abrió la boca para protestar débilmente, pero no fue capaz de contradecirme. Su deber era permanecer junto a su amiga, y por otro lado no podía someterme a una miga más de tortura. La última imagen que tuve de ella fue su cadavérica (nunca mejor dicho) figura sentada en otra silla, con la mirada extraviada y por supuesto con el correspondiente mono cafeínico, agarrada a la recién estrenada viuda quien, mientras recibía el último y precipitado beso de quien suscribe, le lanzaba frases de agradecimiento por haber acudido allí.

El cáliz de la pesadilla no estaba apurado aún, aunque en esta ocasión fue más bien una copita de nada: llegada al lugar donde mi coche se encontraba estacionado, comprobé que una mano asesina había destrozado mi retrovisor exterior izquierdo, que colgaba exánime balanceándose a merced del viento.

Y mientras volaba en dirección a Madrid a toda la velocidad que el coche era capaz de soportar, atiborrada por fin de café, con los ojos vidriosos y arrullada por los estruendosos ¡¡¡CLIN-CLANC-CLONC-CLONC!!! que los restos del retrovisor exterior producían contra la chapa de la puerta, me juramenté para no regresar nunca, nunca más a la bella ciudad de Albacete, donde puedes ser abducido a poco que te despistes.


P.D.- Según datos recibidos días después, la puñetera casera de Juana no apareció por su casa hasta muy pasadas las once de la noche de aquel luctuoso sábado: al parecer, era miembro del Teléfono de la Esperanza y por una vez en su puñetera vida, había roto su aislamiento y había acudido a la inauguración oficial de un nuevo local de dicha organización en Tobarra, bella población albaceteña sita a 40 kms de la capital. En cuanto a Juana, al parecer hubo que darle agua del carmen cuando llegó a su casa la noche del domingo, pues hasta el lunes por la mañana no fue informada de toda la tragedia luctuosa: cristales y padre de María fenecidos.