ABDUCIDAS EN ABDACETE
(Pero, ¿qué
hago yo meando en un tiesto?)
Aviso
a navegantes: En la
época en que sucedieron estos hechos, el teléfono móvil era una
entelequia que tan solo podían disfrutar dos o tres privilegiados en
el mundo, dato este a tener muy en cuenta para la comprensión de la
segunda parte del relato.
El puente, ese prodigio de la
ingeniería que salva distancias y enlaza caminos, tiene otra
vertiente laboral de efectos eufóricamente devastadores: a su
conjuro los rostros se iluminan y los ojos chispean de alegría; en
despachos y oficinas flota una ráfaga de ilusión que transforma en
gratificante la deliciosa tarea de hacer una fotocopia y convierte la
espinosa consulta de un plasta-usuario en la solución a su problema;
todo ello, aderezado con la beatífica sonrisa de un empleado que, en
cualquier otro momento estaría machacando mentalmente los sesos de
su interlocutor.
Yo no era inmune a estos efectos: como
cualquier mortal currante me encuentro sometida a las pasiones
humanas, por lo que la llegada de cierto puente fue recibida con
honores; el viernes 15 de Mayo era fiesta local y por lo tanto la
estampida masiva tan sólo afectaría a Madrid, lo que implicaba
total libertad de movimientos fuera de sus límites sin molestas
masificaciones, un chollo, vamos. El puente favorecía también a mi
amiga Pepa, recién llegada hacía unos meses de Albacete, donde por
motivos profesionales había residido durante dos años.
Pepa había dejado asuntos pendientes
en la bella ciudad manchega; asuntos cuyos trámites requerían una
solución ineludible, de modo que vio el cielo abierto cuando se
aproximó la fecha de la estampía puentil: ¿no era fantástica la
idea de viajar a tan espléndida ciudad, resolver en una mañana
aquellos engorrosos asuntos y quedar después en libertad absoluta
para campar a nuestras anchas por los múltiples centros de ocio y
placer que Albacete ofrece al visitante? El carácter de Pepa,
expansivo y alegre, le había granjeado infinidad de amistades
durante su estancia en aquella ciudad, de modo que no sólo
contaríamos con alojamiento gratuito, sino también con todas las
garantías para pasar un fin de semana inolvidable.
Y lo fue. Tan inolvidable, que hoy
día, pasados ya un porrón de años, a veces despierto en medio de
la noche bañada en sudores fríos presa de pesadillas sin cuento.
Pero estoy
adelantando acontecimientos; prosigamos con el relato.
Partimos de Madrid cantando alegres
canciones intercaladas con entusiastas comentarios por parte de Pepa
sobre la delirante orgía de diversiones que nos aguardaban: buena
mesa, buenas copas, buenos amigos… Pronto llegamos a Albacete y,
tal como había predicho Pepa, los engorrosos asuntos bancarios
fueron resueltos en un santiamén, abriéndose entonces la tan
ansiada perspectiva de jolgorio. Para el apartado Recorridos
lúdicos Pepa contaba con la inestimable compañía de su amiga
María y para el apartado Ánde pijo vamos a dormir con la
aún más inestimable hospitalidad de otra amiga, Juana, quien había
ofrecido su casa para la pernocta mientras ella viajaba a Valencia
para pasar el fin de semana con su familia.
Juana, mujer de mediana edad y
temperamento formal un tanto chapado a la antigua, nos condujo a su
pulcrísima vivienda situada en lo que antaño había sido una
mansión de la alta burguesía albaceteña, reconvertida ahora en
casa de vecindad: la casera de Juana y propietaria del edificio
habitaba en el segundo piso, mientras que su inquilina ocupaba el
primero. Desde la calle se accedía a la antigua mansión por un
amplio vestíbulo decorado con algún mobiliario y una selección de
enormes y espantosas plantas artificiales incrustadas en unos también
enormes macetones. Este vestíbulo, además de la correspondiente
puerta de acceso a la calle, de madera maciza y clásica mirilla
enrejada de cristal translúcido, también contaba con una ventana de
idénticas características. Me detengo en estos detalles porque son
elemento fundamental en la secuencia de los terribles acontecimientos
que luego acaecieron. Lo tenemos claro ¿no?: Puerta principal del
edificio amplio vestíbulo con
muebles escalera principal por la
que se accedía al piso de Juana (primera planta) y vivienda de su
casera (segunda planta).
Juana nos dio instrucciones precisas
sobre el funcionamiento de algunos de los aparatos de la vivienda. Su
casa era un modelo de orden y pulcritud, cosa que me inquietó porque
conocía de sobra a Pepa y el innato desorden doméstico que le
caracteriza, aunque me tranquilicé pensando que allí estaba yo para
reconducirla por la senda del bien y no permitirle dejar la casa
hecha unos zorros. Mientras tanto, Juana nos entregó las llaves y
nos aleccionó para que al momento de marcharnos las depositáramos
sobre la mesa del comedor. No había problema: el barrio era seguro,
ella disponía de otro juego y caso de suceder cualquier percance su
casera también contaba con otro juego; y como susodicha señora
jamás salía de su casa salvo a primeras horas de la mañana para
realizar la compra, todo estaba perfectamente controlado.
Partimos las tres: Juana a su destino
valenciano y nosotras rumbo a la orgía de placeres que nos aguardaba
extramuros. Nos esperaba María en un mesón tradicional donde
comenzó la fiesta gastronómica a base de atascaburras (ajoarriero),
famoso plato albaceteño de efectos astringentes demoledores. Ahítas
de cerveza pusimos rumbo a casa de María para intentar hacer honor a
la comida que su familia había preparado en nuestro honor. La
familia se componía de madre, hija (María) y padre: éste último
postrado en una silla de ruedas, inmovilizado e inerte debido a una
trombosis galopante que le había dejado en estado catatónico. Ante
este panorama comencé a inquietarme: la prometida orgía romana iba
palideciendo a ojos vistas: por muchas cervezas que una lleve en el
cuerpo, tener delante de las narices a un pobre señor a quien hay
que limpiar y dar de comer no es precisamente como para bailar una
jota…
La familia nos reiteró la invitación
para un segundo almuerzo al día siguiente, lo que me inquietó aún
más. ¿Do paraban esas orgías romanas prometidas y hasta el
presente hipotéticas? Llevábamos ya varias horas en Albacete y
hasta el momento tan sólo habíamos conseguido estreñirnos hasta
las cachas gracias a los poderosos efectos del atascaburras, para
acto seguido asistir a un despendolado almuerzo con catatónico
incluido. ¿A esto se le llama orgía?
Finalizada la comida y con gran alivio
por parte de todos, María nos condujo a una cafetería donde
degustamos un magnífico café irlandés: la cosa se enderezaba, no
había duda, de modo que para las siete de la tarde los ojos
brillaban, las risillas flojas se sucedían y los andares comenzaban
a ser algo sinuosos. La tarde era espléndida y en bares y mesones
comenzaba a crearse un ambiente bullicioso findesemanero. Hacia ellos
nos dirigimos para reunirnos con Silvia, otra amiga de Pepa, con
quien degustamos nuevos manjares. Llegadas las diez de la noche el
ambiente era francamente orgiástico: los chistes más espantosos
eran recibidos con explosiones carcajeantes seguidas de más
tambaleos; el sol brillaba aunque fuera noche cerrada, los pajaritos
trinaban… en fin: el mundo nos pertenecía.
Se imponía mover el esqueleto: era
a-b-s-o-l-u-t-a-m-e-n-t-e imprescindible soltar por los poros las
cien arrobas de alcohol que se alojaban en nuestros cuerpos serranos,
de modo que nos dirigimos a la disco más fashion del lugar
donde nos fundimos con la masa saltarina que ya abarrotaba el local.
La música era buena y los botes impresionantes, casi alcanzaba a
tocar la bolita de espejos mientras agitaba los brazos en alto, presa
del frenesí bailarín. ¡Aquello era el paraíso!
Dos chicos se acercaron al cuarteto de
cabras saltarinas. Rubios, ojos azules e imponente estatura,
impresionaron a las danzantes con gestos y palabras ininteligibles,
hasta que por fin se hizo la luz por entre las neblinas alcohólicas:
eran rusos y apenas llevaban una semana en España. Oh, ah, pensamos
a coro las cuatro: ¡rusos, cachas, ligables! Aquello no era el
paraíso, sino el despiporre absoluto. El pequeño inconveniente de
que ellos eran dos y nosotras cuatro fue resuelto por la ilusión
óptica: cuando se ve doble, el problema desaparece por completo, así
que tocábamos a uno por cabeza. Ferpecto.
Comenzó el cortejo al uso mientras la
cruda realidad se abría paso gracias a los botes bailongos que
producían el efecto perseguido de eliminar al menos un cuarenta por
ciento del alcohol ingerido: dos tíos para cuatro tías, tocábamos
a medio ruso por cabeza. No hubo sorteo: la madre Naturaleza
decidiría y la madre Naturaleza decidió alzándose con la victoria
Silvia y Pepa, las más lanzadas. Aunque siempre juntos, las parejas
se habían formado y la perspectiva era muy halagüeña para las
vencedoras mientras las perdedoras se consolaban pegando más botes
desenfrenados y olvidándose de los rusos como objetivo número uno
para considerar la diversión alcohólico-danzante como objetivo
número dos.
Serían alrededor de las cuatro de la
madrugada cuando el cansancio nos rindió y salimos al exterior. El
aire era frío y despejó los cerebros. Mientras Pepa y Ruso Nº 2 se
hacían mimitos, Silvia y Ruso Nº 1 caminaban juntos: él le
susurraba dulcemente en su idioma lo que parecía ser toda una
declaración de intenciones que ella se empeñaba en no entender y
transmitía al resto del grupo por megafonía vocal, ya que las
distancias entre ambas (parejas y desparejadas) no era pequeña:
- ¡Oyeeeeeeee, que este me está
soltando un rollo que no me entero de nadaaaa! ¡Y tengo un sueño
que me muero, que hoy me he levantado a las siete! Pero, ¿qué coño
estará diciendoooo?
A lo que yo, a
unos tres metros de distancia de la pareja, iluminé su confuso
cerebro utilizando el mismo sistema megafónico:
- ¿Tas tonta, tú? ¡Lo que quiere
es pegarse un revolcón, joé! ¡Aprovecha la ocasión, que está
como un queso y no se sabe cuándo volverás a repetir, so mema!
¡Qué más quisiera yo que haberle cogido por banda en su
momentoooo…!
- ¡Pues a mí se me han pasado las
ganas, que estoy muerta, muerta, muertaaaaaa!
- ¡Pues dale puerta, que yo tampoco
estoy ahora para esos trotes y además me estoy meando viva!. ¿Habrá
alguna tapia por aquí cercaaaa?
Tan exquisito
diálogo fue interrumpido abruptamente por el ruso Silvio-cortejante:
- ¡¡Joder, pues vaya plan!! ¡Si
lo sé, no vengo!
Por mucho Espíritu Santo que
revoloteara por los alrededores, era imposible que en tres décimas
de segundo el cuarteto femenino hubiéramos asimilado de golpe el
idioma. Al escuchar tan recia frase, las cuatro nos detuvimos en
seco: el alcohol se esfumó en el frío de la noche y cuatro pares de
ojos furiosos se posaron sobre Ruso Nº 2 y Ruso Nº 1, quien hasta
entonces había permanecido silencioso, pero que colocó la puntilla:
- ¡Coño! ¡Ya l’has cagáo!
- Por muy alto,
rubio, ojizulado y cachas que seas, enfrentarte a cuatro mujeres
transformadas en hienas no es cosa como para tomársela a coña.
Cuando los rusos se vieron rodeados de lo que les pareció una
manada de lobas destilando veneno de los colmillos y mirada que
denotaba bien a las claras que de ellos no iban a quedar ni los rabos
(nunca mejor dicho), recularon y comenzaron a cantar de plano:
-¡Eh, eh, un momento, que os
explicamos! En realidad somos de La Roda, pero… ejém… solemos
montar el “número del ruso” porque nos sale guai… Vamos, ¡que
la cosa funciona! No tenemos ni idea de ruso, pero hemos aprendido a
chapurrear expresiones que suenan bien… ¿Verdá que ha colao, eh,
eh? Pero bueno, que no somos tan malos, en fin… ¿a que lo habéis
pasado de abuten?
Calculando
mentalmente lo que podría costarles un doble asesinato con agravante
de nocturnidad, alevosía y ensañamiento, las fieras decidieron
dejarles con vida y les abandonaron a su destino, no sin cubrirles de
insultos. Cuando las figuras desaparecieron de su vista, las cuatro
estallamos en risas histéricas que se prolongaron lo suficiente como
para que cuatro vecinos, sacando medio cuerpo de las ventanas y nos
informaran también a voz en grito lo que nos esperaba si no
cerrábamos el pico inmediatamente. Pero yo, recordando el anterior y
exquisito diálogo a voces, no podía contenerme y me sujetaba el
estómago convulsamente, hasta el punto de que corrí a buscar con
urgencia una tapia salvadora para poder dar rienda suelta a mis
instintos en lo que ha pasado a llamarse la Primera Meada
Extemporánea.
Hechas unos zorros
y muertas de cansancio, el grupo de lobas se disolvió y cada una
corrió a nuestros respectivos hogares. Eran casi las seis de la
mañana cuando Pepa y yo nos derrumbamos sobre sus camas, incapaces
siquiera de meternos entre las sábanas y presas de lo que comenzaba
a ser La Madre de Todas las Resacas. Fue un sueño inquieto y de
frecuentes viajes al baño para intentar aliviar las tres arrobas de
piedros al rojo vivo que parecían bailar un rap en nuestros
estómagos; abriendo por fin las dos unos ojos porrúos a las once de
la mañana en un estado totalmente zarrapastroso.
La tragedia no
había hecho más que comenzar aquella mañana sabatina. Nos
tambaleamos hacia la cocina y una vez allí comprobamos con horror
que no había café. Así, sin anestesia: no había café. La pulcra
y ordenada Juana no ingería ese bendito brebaje que en aquellos
momentos necesitábamos a vida o muerte inyectado en vena si
queríamos realizar cualquier movimiento mínimamente coordinado.
Haciendo de tripas corazón (nunca mejor dicho) intentamos volver a
la vida activa y con los ojos semicerrados, chocando la una contra la
otra y murmurando juramentos hicimos nuestro escaso equipaje y tras
comprobar que todo quedaba en su lugar y ni la más leve mota de
polvo o arruga quedaba atrás, agarramos sus maletas, dejamos las
llaves encima de la mesa del comedor y cerrando la puerta descendimos
las escaleras del edificio. Atravesamos el amplio vestíbulo y con
las pocas fuerzas que nos quedaban, boqueando y con el cerebro
acorchado, accionamos el pestillo de la puerta de la calle que nos
conduciría al tan ansiado café.
Bueno, habría que
matizar la frase: accionar el pestillo como que lo accionamos, pero
ahí quedó todo porque la puerta no se abrió. Estaba cerrada con
llave.
Durante un largo
rato permanecimos inmóviles contemplando la puerta. Nuestros
cerebros ya no daban más de sí y no hilaban la secuencia
puerta-llave-cierre. Simplemente, no reaccionaban. Por fin, tras un
profundo estado de inmovilidad, Pepa consiguió encontrar el cuarto y
mitad de neurona que aún permanecía operativa, e iluminada por un
resplandor de agudeza mental, emitió un veredicto cargado de
inteligencia deductiva:
- No se abre.
No respondí.
Flasheada por semejante demostración de brillantez intentaba buscar
mi correspondiente cuarto y mitad de neurona, pero no lo encontraba
por ningún lado: en la caverna de mi cerebro sólo cabía una
palabra: café. Pepa, mientras tanto, continuaba ejercitando su
correspondiente cacho de neurona:
- ¡La casera! Hay que ir a ver a la
casera y pedirle la llave.
Einstein. Esta
Pepa era Einstein, no cabía duda. Yo la contemplaba a través de la
neblina de mis hinchados ojos como rodeada de un aura cegadora de
inteligencia suprema. Prácticamente a cuatro patas ascendimos los
dos tramos de escaleras que nos conducían a la salvación y llamamos
débilmente a la puerta de la casera. Nadie respondió. La llamada se
repitió esta vez con la poca fuerza que quedaba, pero todo continuó
silencioso. No se percibía el menor signo de vida tras la recia
puerta de madera con mirilla de cristal que constituía la entrada a
la vivienda de la susodicha casera, a imagen y semejanza de la
maldita puerta de la calle.
Transcurridos unos
cuantos minutos de aporreo de la puerta, ahora feroz, de la puerta,
ambas zombies nos rendimos a la evidencia: la casera que siempre
estaba en su casa, no estaba en su casa.
- Habrá ido a misa-, dictaminó
Einstein mientras yo sacaba medio cuerpo por la barandilla, presa de
boqueadas resacosas e incapaz de hablar.- Mejor será que esperemos
a que vuelva, no puede tardar mucho, son casi las doce...
Descendimos
nuevamente hasta el vestíbulo, que afortunadamente contaba con unas
butacas de aspecto anticuado en las que pudimos depositar nuestras
agonizantes posaderas mientras las maletas descansaban a nuestros
pies. Y de esta guisa el tiempo comenzó su lento transcurso,
interrumpido de vez en cuando por alguna boqueada, un leve ronquido y
varias sartas de insultos dirigidos a la Humanidad en general y a la
casera en particular.
A las dos y media
en punto de la tarde me atacó la urgencia mingitoria. Busqué
desesperadamente un lugar donde aliviar mi angustia, pero el desierto
vestíbulo nada ofrecía… salvo las enormes macetas de plantas
artificiales que, oh felicidad, se hallaban clavadas profundamente en
varias toneladas de tierra natural. Y hacia allí me abalancé con la
inquebrantable decisión pintada en su rostro, la mirada fija de
quien se la juega a todas mientras Pepa me suplicaba a gritos:
- ¡¡Noooooooooooo!! ¡¡No
lo hagas, poddddiópolavigggggen!! ¡¡No lo hagas!!
Me detuve, volví
el rostro para mirar a Pepa con una mirada hipnótica y sin articular
palabra alguna continué mi marcha como una autómata hacia mi
destino, que no podía ser otro que la Segunda Meada Extemporánea.
Mientras el alivio se pintaba en mi rostro, se preguntaba una y otra
vez: “Pero… ¿qué coño he hecho yo para merecer esto?”
No hay nada como
ser Robinson Crusoe en Albacete: ante tanta y tan gran cantidad de
desgracias los cerebros fueron reaccionando lentamente y comenzaron a
surgir ideas, todas ellas brillantes y efectivas: yo era partidaria
del método del alunizaje mirillil, así, por las bravas:
tenía un enorme paraguas de robustísimo mango en mi poder y estaba
completamente decidida a utilizarlo contra la mirilla de la puerta
principal, que quizá una vez rota pudiera permitirnos manipular en
el cerrojo. Ni qué decir tiene que la visión -desde la calle- de un
paraguas saliendo de una mirilla y manipulando frenéticamente una
cerradura podría provocar una desbandada general y una grave
alteración del orden público; pero estaba dispuesta a afrontar
hasta un consejo de guerra: todo, con tal de salir de allí. Pepa, en
cambio, era partidaria de esperar ad infinitum la aparición
de la casera, o bien intentar ponerse en contacto con Silvia y/o
María para que desde el exterior pudieran pedir ayuda, incluso a los
bomberos si era necesario (esta última idea, también mía, fue
rechazada con espanto por Pepa, conocedora de los expeditivos métodos
que tan honorable Cuerpo acostumbra utilizar en estos casos, léase
hachazo, motosierra o granada revientapuertas).
La ventana del
vestíbulo, igualmente enrejada, también daba acceso al exterior y
fue la espoleta que accionó a las fuerzas semi-vivas: en un
mugriento papel escribimos los teléfonos de María y de Silvia; acto
seguido y abriendo la ventana, a través de la reja buscamos con la
mirada algún ser vivo que actuara de mensajero. La cosa tenía
bemoles porque no se trataba de una ventana de grandes dimensiones,
las rejas eran más bien estrechitas y tan sólo permitían estirar
el cuello lo suficiente como para que dos cabezas de cara
contorsionada por la angustia y ojos desencajados e inyectados en
sangre comenzaran a interpelar a los escasísimos viandantes que
circulaban por la calle, una calle habitualmente tranquila que aquel
día era un desierto:
- ¡Eh, eh! ¡Pssst, oiga! ¡Sí,
usted, señor/señora! ¿Podría ayudarnos? ¡Estamos encerradas y
no podemos salir! ¡Por favor, llame a estos teléfonos y pida
ayudaaaaa! ¡Nos dejamos la llave dentro, porque ella nos dijo que
la dejáramos dentro, pero la casera no está y ella está en
Valencia!
Parecíamos dos
psicóticas soltando memeces. El efecto que tan incoherentes berridos
obraba sobre los interpelados era justamente el contrario al fin
perseguido: cuando vienes del súper con el carrito de la compra
cargado hasta los topes y de repente ves salir de un ventanuco dos
cabezas con los ojos extraviados e inyectados en sangre que te
interpelan de esta guisa, si no te da un algo allí mismo lo lógico
es que emprendas un trote cochinero y huyas despendolado/a
perdiéndote en el horizonte. Y de este modo pudimos observar cómo
diversos aborígenes albaceteños, tras pegar el consabido bote y
mirarnos con espanto, emprendían la fuga a velocidad punta hacia
lugares más seguros.
Por fin, una luz
de esperanza se encendió en medio del caos: una jovencita de unos
catorce años y aspecto de no ser una lumbrera, acudió atraída por
los gritos y con la boca abierta escuchó una historia contada a
trompicones y con grandes dosis de incoherencia:
- Mira, guapa, estamos encerradas
porque ella nos dejó la llave, pero la casera no está y como la
dejamos en el comedor no podemos entrar (no se entendía bien qué
o a quién se habían dejado en el comedor, si la llave o a la
casera). ¿Podrías ir a una cabina y llamar a cualquiera de
estos teléfonos? Toma dinero para la cabina, haznos ese favor, son
amigas que nos ayudarán. Y si no… ¡¡llama a los bomberos!!
(esto último lo solté yo a grito pelado, siendo fulminada por la
mirada de Pepa).
La chiquilla tomó
el mugriento papel con el dinero y salió corriendo. Durante
bastantes y eternos minutos hicimos todo tipo de conjeturas: la chica
había trincado la pasta y huído a las Caimán; la había
atropellado un autobús antes de llamar por teléfono; se lo
había gastado en petas… como se ve, cosas todas muy lógicas y
normales. Afortunadamente, habían topado con un ángel de la guarda
porque al rato regresó con la lengua fuera y una noticia que nos
aplastó:
- No contestan en ninguno de estos
dos teléfonos- balbuceó. Acto seguido y convencida de que se las
veía con dos locas peligrosas, les soltó el mugriento papel con el
dinero y salió por patas.
A las tres y media
de la tarde y al límite de la resistencia, reuní las pocas fuerzas
que me quedaban y desoyendo las angustiosas súplicas de Pepa
(“¡¡¡Noooooo!!! ¡¡No te cargues el cristal de la mirilla,
que Juana me mata, con lo que es ella!! ¡¡Por tus muertos, no lo
hagas!! ¡¡La casera volverá, seguro que vuelve!! ¡¡Nooooooooo,
eso nooooooo!!”) subí al primer piso enarbolando el enorme
paraguas y con la mirada decidida de quien camina hacia su propio
destino por muy fatal que este sea (es decir, la condenación eterna
y la excomunión fulminante por parte de Juana) le aticé un viaje a
la mirilla de la vivienda que hizo trizas el cristal.
La luz de la
salvación se convirtió en fulgurante destello: asomando la cabeza
por la mirilla contemplé mi desencajado rostro reflejado en un
enorme espejo que se hallaba en el vestíbulo de la vivienda, justo
frente a la puerta. Espejo que no sólo reflejaba susodicho
desencajado rostro, sino también la misma puerta y su
correspondiente resbalón. Fue cosa de un segundo meter el paraguas
por entre los restos del fenecido cristal y, guiada por la imagen del
espejo, dirigir el puño hacia el resbalón y tirar de él. Tras
proferir un grito de triunfo entramos como una tromba en el comedor y
nos apoderamos de las tan preciadas llaves.
Fue necesaria su
buena media hora para buscar una solución al destrozo de la mirilla.
Tras barrer al milímetro las miguitas de cristal y dejarlas
cuidadosamente apiladas en un montoncito sobre un periódico como
prueba del asesinato cristalino, al que añadimos 2000 pesetas para
la compra de otro cristal que sustituyera al caído en combate,
tapamos cuidadosamente la mirilla con más papeles de periódico. No
quedaba ningún trozo de papel en el que dejar reflejada por escrito
toda la tragedia (recuérdese que el último trozo había sido
utilizado para escribir los teléfonos de socorro), de modo que
cuando Juana regresó feliz y relajada de Valencia sufrió un shock
al descubrir su mirilla cuidadosamente tapada con las últimas
noticias del ABC, un montón de migas de cristal en la mesa, y sobre
este, campeando cual bandera victoriosa, dos billetes de mil pesetas.
Descendiendo de
tres en tres las escaleras, enloquecidas y descafeinadas, nos
precipitamos a la puerta de la calle que se abrió merced al conjuro
de la llave salvadora, y gritando de alegría respiramos por primera
vez en muchas horas el aire puro de Albacete. Eran las cuatro y media
de la tarde de un tranquilo sábado y la calle se encontraba desierta
y tan sólo teníamos un pensamiento: CAFÉ y salida despendolada
hacia Madrid: una llamadita a María excusando nuestra asistencia al
festín preparado en nuestro honor (con señor catatónico incluido).
Ni despedidas, ni leches: ¿¿y si pasaba algo más por quedarse
allí, eh, eh?? Nada, nada: a Madrid tó tieso.
No habíamos dado
dos pasos, cuando de repente divisamos la figura de Silvia doblando
la esquina precipitadamente y apareciendo ante sus ojos, pálida y
ojerosa. Al ver aquellas dos piltrafas humanas que comenzaban a
chillar “¡¡¡Por fin!!! ¡¡Por fiiiiiiiin!! ¿¿¿Dónde
estábas, que te han llamado por teléfono y no respondías??? ¡No
te puedes imaginar lo que nos ha pasado! ¡¡Llevamos hooooras
encerradas en el vestíbulo de Juana, y yo he meado en un tiesto y
hemos roto la mirilla!!”, Silvia nos cerró la boca chillando a
su vez histéricamente:
- ¡¡No sabíamos qué os había
pasado!! ¡¡Venía a buscaros, creía que estábais durmiendo!! ¡¡Y
es urgente, muy urgente!! ¡¡Se ha muerto el padre de María!!
- ¿Quéeeee? ¿Qué se ha muerto
quiéeeeeeeen?¡El padre de María! ¡¡El padre
de María!!
- ¡¡EL PADRE DE MARIAAAAAAAA!!
María, sí.
María, quien la noche anterior había renunciado a ligar con un ruso
de La Roda. María, frente a cuyo padre catatónico yo había comido
aprensivamente soñando con posteriores orgías…
Nos quedamos
mudas, incapaces de reaccionar: Pepa, anonadada con la noticia pues
le había unido una gran amistad con toda la familia del muerto. Yo,
no. Yo no tenía amistad alguna con la familia del muerto, ni con el
muerto, ni siquiera con la hija del muerto, aunque hubiera compartido
con ella su pan y su sal (y su padre catatónico) y mi pobre cerebro
aún tenía recursos suficientes como para predecir la secuencia de
lo que se me venía encima.
Mientras tanto,
Silvia continuaba dando detalles del suceso, ofreciéndoles un relato
que les hizo besar el suelo del vestíbulo-prisión, la mirilla hecha
migas y sobre todo y ante todo, la puerta de la calle herméticamente
cerrada con llave.
La familia de
María, extrañada de la ausencia de sus amigas invitadas a comer,
había decidido no esperarlas pensando que estaríamos durmiendo la
curda; de modo que se sentaron a la mesa y comenzaron a comer. Pero
lo horrible del caso es que no sólo no volvimos a la vida, sino que
el pobre señor catatónico salió de ella: se quedó tieso en la
mesa ante esposa e hija, palmándola allí mismo. Tras el shock
inicial la maquinaria fúnebre se había puesto en marcha y en
aquellos momentos sus restos mortales se hallaban en el tanatorio de
Albacete, dispuestos a recibir el último homenaje de familia,
allegados… y un par de pardillas estupidizadas que, incapaces ya de
reaccionar ante nada, escuchaban aquella sucesión de horrores con
tan sólo una idea fija en sus mentes: ¡¡Bendita puerta cerrada!!
Porque yo no
quería ni pensar en las consecuencias que se hubieran derivado de
haber podido salir a la calle, sentarme a la mesa, y contemplar cómo
un pobre señor hinca las narices en el plato de sopa. No quería ni
pensarlo. Aquello hubiera sobrepasado cualquier límite de
resistencia mental. Pero, además, comenzaba a vislumbrar la horrible
secuencia del calvario que el destino me aguardaba y los temblores me
sacudían intermitentemente. Era el brillante colofón a la orgía
romana que me estaba chupando.
Y lo que veía
venir, vino.
Allí me tenéis
en el tanatorio de Albacete, boqueando por la resaca, con el estómago
como un tambor, bizqueando merced al mono cafeínico y la escena
berlanguiana que se abre ante mí: una interminable fila de sillas y
sillones ocupados por una igualmente interminable fila de ancianas
figuras totalmente desconocidas, todas enlutadas, llorosas y
gimientes (María no estaba allí), a quienes fui repartiendo sendos
ósculos en ambas mejillas, dando un pésame también berlanguiano
porque mi pobre cerebro no daba para más: mientras mascullaba para
mis adentros “¡¡¡Diommmío, pero qué he hecho yo para
merecer esto!!!”. Incluso llegué a balbucir en una ocasión un
“¡Animalico!” refiriéndome al extinto…
Todo tenía un
límite. Tras besar la última arruga sedente, me volví a Pepa y
sellé su destino:
- Yo, me voy. Tú, haz lo que
quieras; pero yo me voy.
Pepa abrió la
boca para protestar débilmente, pero no fue capaz de contradecirme.
Su deber era permanecer junto a su amiga, y por otro lado no podía
someterme a una miga más de tortura. La última imagen que tuve de
ella fue su cadavérica (nunca mejor dicho) figura sentada en otra
silla, con la mirada extraviada y por supuesto con el correspondiente
mono cafeínico, agarrada a la recién estrenada viuda quien,
mientras recibía el último y precipitado beso de quien suscribe, le
lanzaba frases de agradecimiento por haber acudido allí.
El cáliz de la
pesadilla no estaba apurado aún, aunque en esta ocasión fue más
bien una copita de nada: llegada al lugar donde mi coche se
encontraba estacionado, comprobé que una mano asesina había
destrozado mi retrovisor exterior izquierdo, que colgaba exánime
balanceándose a merced del viento.
Y mientras volaba
en dirección a Madrid a toda la velocidad que el coche era capaz de
soportar, atiborrada por fin de café, con los ojos vidriosos y
arrullada por los estruendosos ¡¡¡CLIN-CLANC-CLONC-CLONC!!! que
los restos del retrovisor exterior producían contra la chapa de la
puerta, me juramenté para no regresar nunca, nunca más a la bella
ciudad de Albacete, donde puedes ser abducido a poco que te
despistes.
P.D.- Según datos recibidos días
después, la puñetera casera de Juana no apareció por su casa hasta
muy pasadas las once de la noche de aquel luctuoso sábado: al
parecer, era miembro del Teléfono de la Esperanza y por una vez en
su puñetera vida, había roto su aislamiento y había acudido a la
inauguración oficial de un nuevo local de dicha organización en
Tobarra, bella población albaceteña sita a 40 kms de la capital. En cuanto a Juana, al parecer hubo
que darle agua del carmen cuando llegó a su casa la noche del
domingo, pues hasta el lunes por la mañana no fue informada de toda
la tragedia luctuosa: cristales y padre de María fenecidos.