ESTRELLAS
(LAS DE MI JERESEY) Y ESTRELLADOS TODOS
Dicen
las malas lenguas que las improvisaciones son las que mejor salen.
Bueno, vale, sí, suele ocurrir; y que a nosotros nos mire un tuerto
también puede ocurrir, como es el caso: estaba escrito que las
cervezadas en la ONCE salen ranas, algunas en plan rana adulta y
otras en fase de renacuajo, pero de las ranas no nos libra ni dios.
La
primera rana, esta en fase renacuajo, fue el otro día. A ver cómo
se te queda el cuerrrpo serrano cuando estás a punto de darle el
primer y maravilloso sorbo a la caña que te acaban de poner mientras
dudas entre el plato de pulpo y las marineras, cuando va Emilio y se
te pone blanco nuclear diciendo que está fatal, que no se encuentra
bien, y acabamos todos a las puertas de la enfermería mientras
dentro le hacen perrerías varias para saber si tiene un algo o no lo
tiene. Que al final no lo tenía, menos mal, pobretico, y alegrón
que nos llevamos... pero las cañas allí se quedaron, en el bar, con
la espuma hecha flú y el supuesto pulpo o las hipotéticas marineras
huídas.
La
segunda rana ha ocurrido hoy, estando la susodicha en fase adulta y
muy crecidita. Como el rosario de la aurora, esa ha sido la sucesión
de luctuosos sucesos acaecidos a este puñado de ONCEros que habían
decidido irse de cañas y comer por ahí, con este solecito tan
bueno, qué temperatura, unas cañas al aire libre y tal, qué bien,
qué guai. Mientras nos fumábamos todo lo fumable en el fumadero
oficial decidimos ir a la Cueva de la Cerveza, lugar donde tienen en
stock tropecientos tipos de cervezas de todos los colores y tamaños
y que, además, cuenta con una aceptable cocina de comida rápida
pero sabrosa y bien hecha. Como éramos seis y en mi coche solo caben
cinco nos repartimos entre este y el coche de san fernando,
separándonos los dos grupos con un alegre “hasta luego”.
Como
no podía ser de otra manera, estaba escrito que el ticket del
parking donde estaba mi coche lo tuviera precisamente quien no
formaba parte de mi grupo, y que además yo me percatase de que no
llevaba encima el maldito ticket cuando el moño en el que se
integraba el portador (el andarín) era ya un puntito en la lejanía.
Una llamada al móvil de Emilio y un “¡coooño!” de respuesta
después, acordamos desandar el camino y encontrarnos en la puerta de
la iglesia de San Andrés.
Y
como no podía seguir siendo de otra manera, estaba escrito que el
moño motorizado nos plantásemos a esperar en una esquina
resguardada del sol inclemente, mientras el moño andarín hacía lo
propio en la puerta de la iglesia de San Andrés, permaneciendo ambos
moños a la dulce espera unos de otros mientras jurábamos en todas
las lenguas vivas y muertas: porque hay que ver lo que tardan, qué
demonios les ha pasado, qué calor hace podddió, a ver si vienen ya
de una maldita vez. Hasta que Luz no dijo: “esta no es la iglesia
de San Andrés, es el Museo Salzillo” y asomamos la cabeza por la
esquina divisando al moño andarín harto de esperar a todo esperar.
Coordinación, ante todo mucha coordinación.
Rescatado
mi ticket de las garras de Emilio volvimos a dispersarnos ambos moños
a dos. Raquel había traído consigo un preciado tesoro, uséase, la
tarjeta de Minusválido que te permite aparcar prácticamente en tós
laos, de modo que el moño motorizado estaba como unas pascuas, y más
aún cuando encontré un lugar donde aparcar reservado a minusválidos
prácticamente frente a la Cueva de la Cerveza. El placer de aparcar
en un lugar tan endemoniado como la Avenida de Alfonso X de Murcia es
indescriptible, una intensa emoción que embarga los sentidos del
conductor y le sume en un estado de feliz catatonia sin que nada
turbe ese nirvana; un nirvana de fatales consecuencias, como se verá
después. Tan flipada estaba yo por el hecho de haber podido aparcar
frente al punto de destino en uno de los más emblemáticos lugares
de la ciudad, que a punto estuve de inmortalizar el evento con una
foto.
Y
como no podía ser de otra manera, estaba escrito que el moño
andarín ya estuviera esperándonos ante una Cueva de la Cerveza
herméticamente cerrada a cal y canto. Bieeeen, en todo el ojo.
Celebramos un corto conciliábulo, porque afortunadamente la zona no
está desprovista de lugares de esparcimientos cerveceros, decidiendo
finalmente ir a la Plaza del Romea; pero no acabábamos de ponernos
en marcha cuando Emilio propuso ir al restaurante El Boulevard, del
que siempre había salido satisfecho. Ok, Mac, al Boulevard.
Aquí
viene un breve y raro paréntesis de feliz esparcimiento, porque la
verdad es que disfrutamos de las cervezas, los aperitivos y los
buenos platos con que fuimos servidos, más unos licorcillos finales
que elevaron la temperatura del ambiente. Vaya, la cosa iba genial.
PARÉNTESIS
DE FELIZ Y GASTRONÓMICO ESPARCIMIENTO
A
los postres me lancé a envenenar las mentes de mis compañeras de
mesa: ¿qué tal un café en mi casa?
Luz:
No sé, que mi hijo es pequeño y llega a las cinco y media a casa...
Yo:
Pero si son las tres de la tarde, mujer, tenemos casi tres horas...
María
Ángeles: Pues yo he quedado a las cuatro y media...
Yo:
Mujer, ¿no puedes desquedar? Por un día...
Paquita:
Yo tengo médico a las cuatro y media...
Yo:
¿Y no puedes cambiar la cita? Venga, andaaaa...
Raquel:
Huy, yo tengo clase de cocina a las cuatro y pilates a las seis...
Yo:
Vamos, vamos, ¿vas a renunciar a un café con nosotras por una clase
de cocina?
Y
de este modo fui tejiendo la tela de araña a mi alrededor mientras
las comensalas se lanzaban a los móviles para desdecirse de todos
los compromisos previamente adquiridos. Satisfechísima yo de la
maquiavélica labor realizada, levantamos el campamento y nos
dirigimos al lugar donde estuvo aparcado mi coche. Digo bien,
pretérito indefinido: estuvo.
Porque
ya no estaba. El lugar donde estuvo aparcado mi coche se encontraba
totalmente libre de coche. Vacío. Desierto. El no coche, en una
palabra. Durante unas décimas de segundo la sangre inició el camino
hacia la ebullición, porque hay que ver la de cosas que se te pueden
pasar por la cabeza en esas décimas de segundo: recordaba la tarjeta
de minusvalía campeando alegremente en el salpicadero, el coche
aparcado en el lugar indicado... Pero serán cabritos, se han llevado
el coche cuando lo tenía correctísimamente aparcado en... upsss:
Luz:
la grúa se lo ha llevado porque habías aparcado en un vado
permanente.
Yo:
Noooooooooo, esta es una plaza para minusválidos.
Luz:
Noooooooo, esa plaza es la adyacente, pero esta, cariño, es un vado
permanente como la copa de un pino.
Ayvadiós,
pues sí que lo era. Embargada por la emoción de saber que podía
aparcar prácticamente en tós laos, se me había pasado totalmente
inadvertido el enooooooorme portón de salida, no ya de coches sino
de volquetes kingsize, pintado de un restallante color ocre, con dos
rutilantes cartelitos de vado permanente que parecían dos semáforos.
Cegada por la sensación de poder no había tenido ojos más que para
la señal de plaza reservada para minusválidos, todo lo demás era
una masa borrosa. Hala, en el otro ojo.
Algo
es algo: el cartel color fosforito pegado en el suelo me ofrecía
amablemente un número de teléfono, número en el que me informaron
de que mi coche estaba en el depósito municipal de Juan Carlos I.
Bueno, al menos no tenía que ir a Espinardo... Al pie del cartel
fosforito nuestros planes se desintegraron, pues tanto Emilio como
las chicas se ofrecieron a acompañarme hasta el depósito municipal,
mientras el café en mi casa pasaba de la fase planazo a la fase flú
total. Raquel y Luz se despidieron de nosotras y los cuatro restantes
nos subimos a un taxi rumbo al depósito ubicado en un parking junto
a la Biblioteca Regional. Mientras tanto, por si no hubiera
suficientes testigos de la catástrofe, ante mis ojos apareció mi
amigo Guillermo que cariñosamente me puso el brazo en el hombro y me
susurró al oído: Pero ¿cómo se te ocurre aparcar aquí? En su
mirada, aparentemente compasiva, latía el cachondeo más feroz que
yo le recuerdo. Venga, otra copita de hiel pa la Maribé y una
sabrosa anécdota para Guillermo.
Como
no podía ser de otra manera, estaba escrito que en el susodicho
depósito municipal no admitieran pagos en metálico: nuestro querido
ayuntamiento, en su afán de facilitarle la vida al ciudadano de a
pie y no al ciudadano de a coche, ha decidido impulsar el deporte
urbanita y hacerte andar más que el tostao modificando la normativa
estableciendo un cómodo trámite del que informo a las generaciones
futuras susceptibles de ser víctimas propiciatorias.
La
cosa funciona azín: tú llegas a la ventanilla, repites unas
tropecientas veces la matrícula de tu coche y el modelo porque el
ventanillero no se entera; luego, esperas unos veinte minutos a que
el ordenador, que se ha quedado colgado y no firula ni p'atrás, sea
reiniciado y escupa una carta de pago; carta de pago que, según nos
explicó un amable león de Cabezo de Torres (y sus juro por estas
que no estaba borracha y era un león de Cabezo de Torres; bueno,
vamos a dejarlo en joven con la cara pintada de león, pero que era
de Cabezo de Torres, va a misa) tienes que ir a un cajero, pagar con
tu tarjeta, imprimir el recibo y volver al depósito para
restregárselo al ventanillero por las narices. Eso sí, nos dijo el
león de Cabezo de Torres, cuidado con el banco porque él había ido
a BMN y el cajero de BMN le había dicho que tararí que te vi, y se
había tenido que buscar la vida en pos de un cajero BBV, donde por
fin le habían admitido el pago. Cómodo y fácil. Bieeeeeeeeeeeeeen.
Invadidos
de múltiples aprensiones el grupito nos dirijimos al cajero de la
BMN que, como no podía ser de otra manera y estaba escrito hallábase
justo en la acera de enfrente pero poco accesible, porque como todo
el mundo sabe Juan Carlos I no es precisamente una estrecha calleja
ni está plagada de pasos de peatones. Con un sol de justicia y
tropecientos grados a la sombre cruzamos Juan Carlos I y nos metimos
en el cajero más caliente del mundo mundial, un cocedero. Pero, oh
milagro de los milagros y maravilla maravillosa, el pago se realizó
en un santiamén y a los dos segundos ya tenía yo el papelito de
marras que certificaba la defunción de 105,44€ de vellón de mi
cuenta corriente. Hala, vuelta a la ultratumba municipal esa y
restregada de papelito en las narices del ventanillero, que se vengó
de mí advirtiéndome que con esto se culminaba la primera fase de la
dilapidación de mi pasta gansa (uséase, los gastos de la grúa),
pero que aquello no había terminado ni mucho menos: en breves fechas
recibiría la correspondiente multa del ayuntamiento.
Bieeeeeeeeeeeeen.
Ya
en el coche, fui soltando gente a lo largo del recorrido; gente que
comenzaba a buscarse la vida una vez que yo había desmenuzado y
fumigados todos sus planes elaborados antes de comenzar la luctuosa
jornada.
Y
encima, querían pagarme la multa...
Angelicos del señó.
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