miércoles, 1 de abril de 2020

ESTRELLAS (LAS DE MI JERESEY) Y ESTRELLADOS TODOS

   Dicen las malas lenguas que las improvisaciones son las que mejor salen. Bueno, vale, sí, suele ocurrir; y que a nosotros nos mire un tuerto también puede ocurrir, como es el caso: estaba escrito que las cervezadas en la ONCE salen ranas, algunas en plan rana adulta y otras en fase de renacuajo, pero de las ranas no nos libra ni dios.

   La primera rana, esta en fase renacuajo, fue el otro día. A ver cómo se te queda el cuerrrpo serrano cuando estás a punto de darle el primer y maravilloso sorbo a la caña que te acaban de poner mientras dudas entre el plato de pulpo y las marineras, cuando va Emilio y se te pone blanco nuclear diciendo que está fatal, que no se encuentra bien, y acabamos todos a las puertas de la enfermería mientras dentro le hacen perrerías varias para saber si tiene un algo o no lo tiene. Que al final no lo tenía, menos mal, pobretico, y alegrón que nos llevamos... pero las cañas allí se quedaron, en el bar, con la espuma hecha flú y el supuesto pulpo o las hipotéticas marineras huídas.

   La segunda rana ha ocurrido hoy, estando la susodicha en fase adulta y muy crecidita. Como el rosario de la aurora, esa ha sido la sucesión de luctuosos sucesos acaecidos a este puñado de ONCEros que habían decidido irse de cañas y comer por ahí, con este solecito tan bueno, qué temperatura, unas cañas al aire libre y tal, qué bien, qué guai. Mientras nos fumábamos todo lo fumable en el fumadero oficial decidimos ir a la Cueva de la Cerveza, lugar donde tienen en stock tropecientos tipos de cervezas de todos los colores y tamaños y que, además, cuenta con una aceptable cocina de comida rápida pero sabrosa y bien hecha. Como éramos seis y en mi coche solo caben cinco nos repartimos entre este y el coche de san fernando, separándonos los dos grupos con un alegre “hasta luego”.

   Como no podía ser de otra manera, estaba escrito que el ticket del parking donde estaba mi coche lo tuviera precisamente quien no formaba parte de mi grupo, y que además yo me percatase de que no llevaba encima el maldito ticket cuando el moño en el que se integraba el portador (el andarín) era ya un puntito en la lejanía. Una llamada al móvil de Emilio y un “¡coooño!” de respuesta después, acordamos desandar el camino y encontrarnos en la puerta de la iglesia de San Andrés.

   Y como no podía seguir siendo de otra manera, estaba escrito que el moño motorizado nos plantásemos a esperar en una esquina resguardada del sol inclemente, mientras el moño andarín hacía lo propio en la puerta de la iglesia de San Andrés, permaneciendo ambos moños a la dulce espera unos de otros mientras jurábamos en todas las lenguas vivas y muertas: porque hay que ver lo que tardan, qué demonios les ha pasado, qué calor hace podddió, a ver si vienen ya de una maldita vez. Hasta que Luz no dijo: “esta no es la iglesia de San Andrés, es el Museo Salzillo” y asomamos la cabeza por la esquina divisando al moño andarín harto de esperar a todo esperar. Coordinación, ante todo mucha coordinación.

   Rescatado mi ticket de las garras de Emilio volvimos a dispersarnos ambos moños a dos. Raquel había traído consigo un preciado tesoro, uséase, la tarjeta de Minusválido que te permite aparcar prácticamente en tós laos, de modo que el moño motorizado estaba como unas pascuas, y más aún cuando encontré un lugar donde aparcar reservado a minusválidos prácticamente frente a la Cueva de la Cerveza. El placer de aparcar en un lugar tan endemoniado como la Avenida de Alfonso X de Murcia es indescriptible, una intensa emoción que embarga los sentidos del conductor y le sume en un estado de feliz catatonia sin que nada turbe ese nirvana; un nirvana de fatales consecuencias, como se verá después. Tan flipada estaba yo por el hecho de haber podido aparcar frente al punto de destino en uno de los más emblemáticos lugares de la ciudad, que a punto estuve de inmortalizar el evento con una foto.

   Y como no podía ser de otra manera, estaba escrito que el moño andarín ya estuviera esperándonos ante una Cueva de la Cerveza herméticamente cerrada a cal y canto. Bieeeen, en todo el ojo. Celebramos un corto conciliábulo, porque afortunadamente la zona no está desprovista de lugares de esparcimientos cerveceros, decidiendo finalmente ir a la Plaza del Romea; pero no acabábamos de ponernos en marcha cuando Emilio propuso ir al restaurante El Boulevard, del que siempre había salido satisfecho. Ok, Mac, al Boulevard.

   Aquí viene un breve y raro paréntesis de feliz esparcimiento, porque la verdad es que disfrutamos de las cervezas, los aperitivos y los buenos platos con que fuimos servidos, más unos licorcillos finales que elevaron la temperatura del ambiente. Vaya, la cosa iba genial.

PARÉNTESIS DE FELIZ Y GASTRONÓMICO ESPARCIMIENTO

   A los postres me lancé a envenenar las mentes de mis compañeras de mesa: ¿qué tal un café en mi casa?

Luz: No sé, que mi hijo es pequeño y llega a las cinco y media a casa...
Yo: Pero si son las tres de la tarde, mujer, tenemos casi tres horas...
María Ángeles: Pues yo he quedado a las cuatro y media...
Yo: Mujer, ¿no puedes desquedar? Por un día...
Paquita: Yo tengo médico a las cuatro y media...
Yo: ¿Y no puedes cambiar la cita? Venga, andaaaa...
Raquel: Huy, yo tengo clase de cocina a las cuatro y pilates a las seis...
Yo: Vamos, vamos, ¿vas a renunciar a un café con nosotras por una clase de cocina?

   Y de este modo fui tejiendo la tela de araña a mi alrededor mientras las comensalas se lanzaban a los móviles para desdecirse de todos los compromisos previamente adquiridos. Satisfechísima yo de la maquiavélica labor realizada, levantamos el campamento y nos dirigimos al lugar donde estuvo aparcado mi coche. Digo bien, pretérito indefinido: estuvo.

   Porque ya no estaba. El lugar donde estuvo aparcado mi coche se encontraba totalmente libre de coche. Vacío. Desierto. El no coche, en una palabra. Durante unas décimas de segundo la sangre inició el camino hacia la ebullición, porque hay que ver la de cosas que se te pueden pasar por la cabeza en esas décimas de segundo: recordaba la tarjeta de minusvalía campeando alegremente en el salpicadero, el coche aparcado en el lugar indicado... Pero serán cabritos, se han llevado el coche cuando lo tenía correctísimamente aparcado en... upsss:

Luz: la grúa se lo ha llevado porque habías aparcado en un vado permanente.
Yo: Noooooooooo, esta es una plaza para minusválidos.
Luz: Noooooooo, esa plaza es la adyacente, pero esta, cariño, es un vado permanente como la copa de un pino.

   Ayvadiós, pues sí que lo era. Embargada por la emoción de saber que podía aparcar prácticamente en tós laos, se me había pasado totalmente inadvertido el enooooooorme portón de salida, no ya de coches sino de volquetes kingsize, pintado de un restallante color ocre, con dos rutilantes cartelitos de vado permanente que parecían dos semáforos. Cegada por la sensación de poder no había tenido ojos más que para la señal de plaza reservada para minusválidos, todo lo demás era una masa borrosa. Hala, en el otro ojo.

   Algo es algo: el cartel color fosforito pegado en el suelo me ofrecía amablemente un número de teléfono, número en el que me informaron de que mi coche estaba en el depósito municipal de Juan Carlos I. Bueno, al menos no tenía que ir a Espinardo... Al pie del cartel fosforito nuestros planes se desintegraron, pues tanto Emilio como las chicas se ofrecieron a acompañarme hasta el depósito municipal, mientras el café en mi casa pasaba de la fase planazo a la fase flú total. Raquel y Luz se despidieron de nosotras y los cuatro restantes nos subimos a un taxi rumbo al depósito ubicado en un parking junto a la Biblioteca Regional. Mientras tanto, por si no hubiera suficientes testigos de la catástrofe, ante mis ojos apareció mi amigo Guillermo que cariñosamente me puso el brazo en el hombro y me susurró al oído: Pero ¿cómo se te ocurre aparcar aquí? En su mirada, aparentemente compasiva, latía el cachondeo más feroz que yo le recuerdo. Venga, otra copita de hiel pa la Maribé y una sabrosa anécdota para Guillermo.

   Como no podía ser de otra manera, estaba escrito que en el susodicho depósito municipal no admitieran pagos en metálico: nuestro querido ayuntamiento, en su afán de facilitarle la vida al ciudadano de a pie y no al ciudadano de a coche, ha decidido impulsar el deporte urbanita y hacerte andar más que el tostao modificando la normativa estableciendo un cómodo trámite del que informo a las generaciones futuras susceptibles de ser víctimas propiciatorias.

   La cosa funciona azín: tú llegas a la ventanilla, repites unas tropecientas veces la matrícula de tu coche y el modelo porque el ventanillero no se entera; luego, esperas unos veinte minutos a que el ordenador, que se ha quedado colgado y no firula ni p'atrás, sea reiniciado y escupa una carta de pago; carta de pago que, según nos explicó un amable león de Cabezo de Torres (y sus juro por estas que no estaba borracha y era un león de Cabezo de Torres; bueno, vamos a dejarlo en joven con la cara pintada de león, pero que era de Cabezo de Torres, va a misa) tienes que ir a un cajero, pagar con tu tarjeta, imprimir el recibo y volver al depósito para restregárselo al ventanillero por las narices. Eso sí, nos dijo el león de Cabezo de Torres, cuidado con el banco porque él había ido a BMN y el cajero de BMN le había dicho que tararí que te vi, y se había tenido que buscar la vida en pos de un cajero BBV, donde por fin le habían admitido el pago. Cómodo y fácil. Bieeeeeeeeeeeeeen.

   Invadidos de múltiples aprensiones el grupito nos dirijimos al cajero de la BMN que, como no podía ser de otra manera y estaba escrito hallábase justo en la acera de enfrente pero poco accesible, porque como todo el mundo sabe Juan Carlos I no es precisamente una estrecha calleja ni está plagada de pasos de peatones. Con un sol de justicia y tropecientos grados a la sombre cruzamos Juan Carlos I y nos metimos en el cajero más caliente del mundo mundial, un cocedero. Pero, oh milagro de los milagros y maravilla maravillosa, el pago se realizó en un santiamén y a los dos segundos ya tenía yo el papelito de marras que certificaba la defunción de 105,44€ de vellón de mi cuenta corriente. Hala, vuelta a la ultratumba municipal esa y restregada de papelito en las narices del ventanillero, que se vengó de mí advirtiéndome que con esto se culminaba la primera fase de la dilapidación de mi pasta gansa (uséase, los gastos de la grúa), pero que aquello no había terminado ni mucho menos: en breves fechas recibiría la correspondiente multa del ayuntamiento. Bieeeeeeeeeeeeen.

   Ya en el coche, fui soltando gente a lo largo del recorrido; gente que comenzaba a buscarse la vida una vez que yo había desmenuzado y fumigados todos sus planes elaborados antes de comenzar la luctuosa jornada.

   Y encima, querían pagarme la multa...



   Angelicos del señó.

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