miércoles, 1 de abril de 2020

VIAJES (1)
BUÇACO Y AVEIRO: LUJURIOSA BOTÁNICA Y CANALES VENECIANO-PORTUGUESES.

Hace unos cuarenta años (total, ná) que, montados en el Renault 4 amarillo que iba causando verdadera sensación a nuestro paso por la geografía lusa, tras un viaje a 39º en el exterior y 44º en el interior del cochecín, mis padres y quien suscribe desembocamos sin esperarlo y sin saber cómo en una explanada arenosa donde reposaba, magnífico y magnificiente, un palacio neo-manuelino de la leche rodeado de un espesísimo bosque.

Cual moscas mojadas por el sudor descendimos del 4Latas e intentamos adoptar el aspecto de personas decentes mientras a nuestro alrededor los ferraris, los mercedes y demás reposaban junto a la balaustrada del palacio. No sabíamos dónde pijo estábamos, pero lo que teníamos seguro era que había muchas posibilidades de que vinieran los guardas a echarnos, habida cuenta los caretos y cutre-dressing que llevábamos encima. Pero no: una vez traspasado el umbral desembocamos en un amplio vestíbulo con profusión de sofás y sillones que nos llamaban a gritos, y tan a gritos nos llamaban que nos desplomamos en uno de ellos intentando recuperar el resuello. Entonces fue cuando llegó el ángel a socorrernos: un ángel bajo la forma de bajita y regordeta camarera que mirándonos con aire compasivo nos dijo amablemente en un encantador portuñol: "Los señores están cansados y tienen mucho calor ¿não é? ¿Les traigo un café con hielo y limón?" Oh, síí ¡!siiiiiiiiiiiiiiiii, dijimos a coro. Y al poco regresó con una jarra llena de tan estupenda mezcla que nos devolvió lentamente a la vida. Después de resucitada, procedí a realizar una investigación ocular por el bosque-parque, donde descubrí por primera vez los helechos gigantes convertidos en árboles que me dejaron atónita, así como admiré la enorme y tremenda espesura vegetal.

Inútil decir que tanto la imagen del palacio como aquel salvavidas cafetero se me quedaron grabados en el melón por los siglos de los siglos, pero hasta anteayer no me había sido posible volver a Buçaco , y en el fondo temía hacerlo y encontrarme algo ya completamente diferente y sobre todo invadido de turbamultas guirescas. Nos pusimos en camino bajo un manto de nubes y una temperatura fresca; con tal de que no nos lloviera... Y no llovió.

El Palacio de Buçaco no es visible hasta que literalmente te empotras contra el edificio: hasta la última revuelta de la carretera que recorre el monte curva va, curva viene, no puedes saber lo que te espera. Y en esta ocasión tampoco esperábamos la garita ubicada en la verja de acceso al recinto donde nos cascaron 5 euros por entrar y que me hizo temer lo peor: ¿a que iba a ser como Óbidos y teníamos que sacar la de cañones recortáos para abrirnos paso? Pero no: el edificio estaba tal cual lo recordaba, sólo que los ferraris y masseratis habían sido sustituidos por coches de gama media y apenas ocupaban un tercio del pequeño parking habilitado al efecto. Uf, menos mal.

Pero no todo iban a ser alegrías: el acceso al edificio, que hasta ahora no he dicho es un hotel de lujo y otrora accesibe a todo cristiano que se precie, actualmente está vedado a todo aquel que no se hospede en el mismo; bueno, al menos pude aplastar las narices contra el cristal de uno de los amplios ventanales y contemplar el sofá en el que mis augustas y derrengadas posaderas se habían desplomado luengos años ha. Tras el aplastamiento nasal comenzamos a rodear el edificio y descubrimos unos preciosos y cuidadísimos jardines (algo que no había disfrutado en mi primera visita) diseñados por alguien que, desde luego, sabía del oficio, pero bien, bien. La alternancia de parterres de plantas, cada uno de diferente tonalidad en hojas y flores combinaban en bella armonía. Y todavía quedaban muchas, muchas flores, quizá porque el lugar goza de un clima fresco y benigno.

Nos adentramos en la espesura por uno de los múltiples caminos trazados al efecto. A nuestro alrededor se erguían altísimos cedros centenarios, robles también con bastantes años a las espaldas, plátanos gigantescos y no sé cuántas especies más, mientras espesos arbustos cubrían el terreno. A lo largo de los múltiples senderos creados por los primeros propietarios de Buçaco se sucedían los accesos a casas, ermitas y plazuelas todas ellas aparentemente antiguas, pero no (cosas del Romanticismo decimonónico). Algunos de los gigantescos cedros habían caído y reposaban talados ocupando un porrón de metros a lo largo; incluso uno se había desplomado sobre el tejado de una casita (aparentemente) rústica, haciéndola polvo. Junto a ella se yergue el Cedro de San José, plantado en 1664 según reza el cartelito colocado ad hoc, rodeado de una valla protectora y desde el cual se puede ver la única vista panorámica de la campiña bajo la que se encuentra el monte donde se ubica Buçaco.

Dejamos el lugar con la satisfacción del deber cumplido y como hacía hambre nos dirigimos a la Churrasqueira Rocha, la más famosa de toda la región, donde puedes degustar el (para los portugueses) mejor cochinillo (leitâo) del mundo y por la que mi santo no había dejado de suspirar desde el día anterior. Tan es así, que nos acompañaba única y exclusivamente por ese motivo, porque si no hubiera existido la Churrasqueira Rocha en su vida nos habría abandonado a nuestra suerte. En cuanto al cochinillo... amoavé: que yo no le quito mérito al bicho aquel, que estaba francamente bueno, pero con todos mis respetos no se puede compará con las maravillas asadoras de Castilla. Era un lechal, eso sí, pero desde luego ya había empezado la ESO cuando lo asaron y a pesar de estar tierno tenías que masticar pelín para digerirlo, algo inconcebible en un cochinillo castellano. Para más inri, lo procedente en el lugar parece ser acompañarlo con un tinto espumoso, algo que haría entrar en estado de shock a un gourmet, aunque el caso es que maridaba aceptablemente con las viandas. Misterios y culturas de la gastronomía, que diría El Comidista.

Una vez llenas nuestras respectivas barrigas procedimos a dirigirnos a Aveiro, la Venecia portuguesa según rezan las leyendas de las oficinas de turismo. El caso es que, efectivamente, Aveiro está surcada por canales que proceden de la ría del mismo nombre y que conformaban la red acuático-viaria para el transporte de la sal procedente de las salinas que circundan la ciudad. Aveiro nos recibió con un espantoso sol que nos cegó y dejó bastante cabreados, porque el calor nos fastidia bastante y sobre todo nosotros, que venimos de la tórrida Murcia y estamos hasta el gorro de grados centígrados en estado de psiconeurosis. Además, había bastante gente porque Aveiro goza de mucho turismo, y eso nos acabó de fastidiar; pero al poco se nubló nuevamente y renacimos de nuestras cenizas. Mi santo decidió sentar sus reales en una terraza y no moverse de allí así lo mataran, mientras Isabel y yo nos dirigimos a un autobús turístico desde el que disfrutamos de una vista bastante global de la ciudad. Aveiro es una ciudad que cuenta con una gran variedad de casas modernistas, así como incontables edificios de fachadas cubiertas por el tradicional azulejo sobriamente decorado y que les confieren un aspecto muy peculiar. Grandes, pequeños, modestos, lujosos... da igual, todos son encantadores.

Es muy curioso esto de los canales de Aveiro. Como la industria salinera ha decaído en grado sumo, para sacarse las perrillas los lugareños han reciclado las barcazas en las que transportaban la sal y las han convertido en alegres y multicolores barcas turísticas a modo de góndolas en las que pasean a los turistas. A Isabel no le hacía mucha gracia subir a una barca, por eso nos decantamos por el autobús y desde su alto piso pudimos disfrutar de las vistas de los canales y las barcogóndolas surcando sus aguas. El bus también nos paseó por las grandes salinas, en aquel momento llenas de flamencos y otras aves acuáticas que a buen seguro estarán poniéndose las botas aprovechándose de la poca actividad que actualmente tienen.

Declinaba la tarde y ya tan sólo nos quedaba realizar el rito que todo guiri debe de seguir cuando visita Aveiro: comprar sus famosos ovos moles (literalmente, huevos blandos), un delicioso dulce de huevo que se puede degustar presentado en graciosas barricas de barro decorado, o bien rellenando una especie de cono. Compramos una buena barrica y abandonamos Aveiro con la satisfacción del deber cumplido, llegando a Carreiro sin problemas a pesar del enorme interés que tienen los conductores portugueses por ponerte de los mismos nevvvvvviossssss cuando circulas por sus autovías mediante el maravilloso sistema de pegarse a tu culo, o bien adelantarte con las dos ruedas derechas invadiendo tu carril y obligándote literalmente a echarte al monte. Las carreteras lusas gozan de bonitos paisajes, pero jamás de los jamases puedes disfrutarlos si quieres conservar tu integridad física.

Y creo que con esta escueta crónica finaliza mi machaqueo literato, porque no tenemos previsto hacer más excursiones y sí confraternizar con mi estupenda familia política, a la que no merezco.

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