VIAJES
(1)
BUÇACO
Y AVEIRO: LUJURIOSA BOTÁNICA Y CANALES VENECIANO-PORTUGUESES.
Hace
unos cuarenta años (total, ná) que, montados en el Renault 4
amarillo que iba causando verdadera sensación a nuestro paso por la
geografía lusa, tras un viaje a 39º en el exterior y 44º en el
interior del cochecín, mis padres y quien suscribe desembocamos sin
esperarlo y sin saber cómo en una explanada arenosa donde reposaba,
magnífico y magnificiente, un palacio neo-manuelino de la leche
rodeado de un espesísimo bosque.
Cual
moscas mojadas por el sudor descendimos del 4Latas e intentamos
adoptar el aspecto de personas decentes mientras a nuestro alrededor
los ferraris, los mercedes y demás reposaban junto a la balaustrada
del palacio. No sabíamos dónde pijo estábamos, pero lo que
teníamos seguro era que había muchas posibilidades de que vinieran
los guardas a echarnos, habida cuenta los caretos y cutre-dressing
que llevábamos encima. Pero no: una vez traspasado el umbral
desembocamos en un amplio vestíbulo con profusión de sofás y
sillones que nos llamaban a gritos, y tan a gritos nos llamaban que
nos desplomamos en uno de ellos intentando recuperar el resuello.
Entonces fue cuando llegó el ángel a socorrernos: un ángel bajo la
forma de bajita y regordeta camarera que mirándonos con aire
compasivo nos dijo amablemente en un encantador portuñol: "Los
señores están cansados y tienen mucho calor ¿não é? ¿Les traigo
un café con hielo y limón?" Oh, síí ¡!siiiiiiiiiiiiiiiii,
dijimos a coro. Y al poco regresó con una jarra llena de tan
estupenda mezcla que nos devolvió lentamente a la vida. Después de
resucitada, procedí a realizar una investigación ocular por el
bosque-parque, donde descubrí por primera vez los helechos gigantes
convertidos en árboles que me dejaron atónita, así como admiré la
enorme y tremenda espesura vegetal.
Inútil
decir que tanto la imagen del palacio como aquel salvavidas cafetero
se me quedaron grabados en el melón por los siglos de los siglos,
pero hasta anteayer no me había sido posible volver a Buçaco , y en
el fondo temía hacerlo y encontrarme algo ya completamente diferente
y sobre todo invadido de turbamultas guirescas. Nos pusimos en camino
bajo un manto de nubes y una temperatura fresca; con tal de que no
nos lloviera... Y no llovió.
El
Palacio de Buçaco no es visible hasta que literalmente te empotras
contra el edificio: hasta la última revuelta de la carretera que
recorre el monte curva va, curva viene, no puedes saber lo que te
espera. Y en esta ocasión tampoco esperábamos la garita ubicada en
la verja de acceso al recinto donde nos cascaron 5 euros por entrar y
que me hizo temer lo peor: ¿a que iba a ser como Óbidos y teníamos
que sacar la de cañones recortáos para abrirnos paso? Pero no: el
edificio estaba tal cual lo recordaba, sólo que los ferraris y
masseratis habían sido sustituidos por coches de gama media y apenas
ocupaban un tercio del pequeño parking habilitado al efecto. Uf,
menos mal.
Pero no
todo iban a ser alegrías: el acceso al edificio, que hasta ahora no
he dicho es un hotel de lujo y otrora accesibe a todo cristiano que
se precie, actualmente está vedado a todo aquel que no se hospede en
el mismo; bueno, al menos pude aplastar las narices contra el cristal
de uno de los amplios ventanales y contemplar el sofá en el que mis
augustas y derrengadas posaderas se habían desplomado luengos años
ha. Tras el aplastamiento nasal comenzamos a rodear el edificio y
descubrimos unos preciosos y cuidadísimos jardines (algo que no
había disfrutado en mi primera visita) diseñados por alguien que,
desde luego, sabía del oficio, pero bien, bien. La alternancia de
parterres de plantas, cada uno de diferente tonalidad en hojas y
flores combinaban en bella armonía. Y todavía quedaban muchas,
muchas flores, quizá porque el lugar goza de un clima fresco y
benigno.
Nos
adentramos en la espesura por uno de los múltiples caminos trazados
al efecto. A nuestro alrededor se erguían altísimos cedros
centenarios, robles también con bastantes años a las espaldas,
plátanos gigantescos y no sé cuántas especies más, mientras
espesos arbustos cubrían el terreno. A lo largo de los múltiples
senderos creados por los primeros propietarios de Buçaco se sucedían
los accesos a casas, ermitas y plazuelas todas ellas aparentemente
antiguas, pero no (cosas del Romanticismo decimonónico). Algunos de
los gigantescos cedros habían caído y reposaban talados ocupando un
porrón de metros a lo largo; incluso uno se había desplomado sobre
el tejado de una casita (aparentemente) rústica, haciéndola polvo.
Junto a ella se yergue el Cedro de San José, plantado en 1664 según
reza el cartelito colocado ad hoc, rodeado de una valla protectora y
desde el cual se puede ver la única vista panorámica de la campiña
bajo la que se encuentra el monte donde se ubica Buçaco.
Dejamos
el lugar con la satisfacción del deber cumplido y como hacía hambre
nos dirigimos a la Churrasqueira Rocha, la más famosa de toda la
región, donde puedes degustar el (para los portugueses) mejor
cochinillo (leitâo) del mundo y por la que mi santo no había dejado
de suspirar desde el día anterior. Tan es así, que nos acompañaba
única y exclusivamente por ese motivo, porque si no hubiera existido
la Churrasqueira Rocha en su vida nos habría abandonado a nuestra
suerte. En cuanto al cochinillo... amoavé: que yo no le quito mérito
al bicho aquel, que estaba francamente bueno, pero con todos mis
respetos no se puede compará con las maravillas asadoras de
Castilla. Era un lechal, eso sí, pero desde luego ya había empezado
la ESO cuando lo asaron y a pesar de estar tierno tenías que
masticar pelín para digerirlo, algo inconcebible en un cochinillo
castellano. Para más inri, lo procedente en el lugar parece ser
acompañarlo con un tinto espumoso, algo que haría entrar en estado
de shock a un gourmet, aunque el caso es que maridaba aceptablemente
con las viandas. Misterios y culturas de la gastronomía, que diría
El Comidista.
Una vez
llenas nuestras respectivas barrigas procedimos a dirigirnos a
Aveiro, la Venecia portuguesa según rezan las leyendas de las
oficinas de turismo. El caso es que, efectivamente, Aveiro está
surcada por canales que proceden de la ría del mismo nombre y que
conformaban la red acuático-viaria para el transporte de la sal
procedente de las salinas que circundan la ciudad. Aveiro nos recibió
con un espantoso sol que nos cegó y dejó bastante cabreados, porque
el calor nos fastidia bastante y sobre todo nosotros, que venimos de
la tórrida Murcia y estamos hasta el gorro de grados centígrados en
estado de psiconeurosis. Además, había bastante gente porque Aveiro
goza de mucho turismo, y eso nos acabó de fastidiar; pero al poco se
nubló nuevamente y renacimos de nuestras cenizas. Mi santo decidió
sentar sus reales en una terraza y no moverse de allí así lo
mataran, mientras Isabel y yo nos dirigimos a un autobús turístico
desde el que disfrutamos de una vista bastante global de la ciudad.
Aveiro es una ciudad que cuenta con una gran variedad de casas
modernistas, así como incontables edificios de fachadas cubiertas
por el tradicional azulejo sobriamente decorado y que les confieren
un aspecto muy peculiar. Grandes, pequeños, modestos, lujosos... da
igual, todos son encantadores.
Es muy
curioso esto de los canales de Aveiro. Como la industria salinera ha
decaído en grado sumo, para sacarse las perrillas los lugareños han
reciclado las barcazas en las que transportaban la sal y las han
convertido en alegres y multicolores barcas turísticas a modo de
góndolas en las que pasean a los turistas. A Isabel no le hacía
mucha gracia subir a una barca, por eso nos decantamos por el autobús
y desde su alto piso pudimos disfrutar de las vistas de los canales y
las barcogóndolas surcando sus aguas. El bus también nos paseó por
las grandes salinas, en aquel momento llenas de flamencos y otras
aves acuáticas que a buen seguro estarán poniéndose las botas
aprovechándose de la poca actividad que actualmente tienen.
Declinaba
la tarde y ya tan sólo nos quedaba realizar el rito que todo guiri
debe de seguir cuando visita Aveiro: comprar sus famosos ovos moles
(literalmente, huevos blandos), un delicioso dulce de huevo que se
puede degustar presentado en graciosas barricas de barro decorado, o
bien rellenando una especie de cono. Compramos una buena barrica y
abandonamos Aveiro con la satisfacción del deber cumplido, llegando
a Carreiro sin problemas a pesar del enorme interés que tienen los
conductores portugueses por ponerte de los mismos nevvvvvviossssss
cuando circulas por sus autovías mediante el maravilloso sistema de
pegarse a tu culo, o bien adelantarte con las dos ruedas derechas
invadiendo tu carril y obligándote literalmente a echarte al monte.
Las carreteras lusas gozan de bonitos paisajes, pero jamás de los
jamases puedes disfrutarlos si quieres conservar tu integridad
física.
Y creo
que con esta escueta crónica finaliza mi machaqueo literato, porque
no tenemos previsto hacer más excursiones y sí confraternizar con
mi estupenda familia política, a la que no merezco.
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