QUÉ
GODSPEL EL DE AQUEL DIA
Corría
el año ...titantos y a la sazón residía en Granada, bellísima
ciudad andaluza en la que me he aburrido a espuertas, a serones y a
capazos. Ya sea debido a esa ya legendaria peculiaridad de los
granaínos que ellos mismos denominan mala follá, ya sea porque una
(que habla hasta con las piedras) no le dio lo suficientemente fuerte
al pico verbal, el caso es que me costaba muchísimo hacer amistades.
De hecho, tras cinco años de estancia tan solo pude hacer un amigo
con el que pegué la hebra en el transcurso de un aburrídisimo curso
de iniciación a la fotografía en el que me metí por pura
desesperación durante un mes de julio que, como tó dios sabe, es un
mes muy apropiado para estudiar.
Bueno,
que me enrollo. El caso es que, como ya digo, me aburría a capazos y
aprovechaba cualquier resquicio para distraerme apuntándome a todos
los eventos musicales y de otras bellas artes que se celebraran en la
ciudad. Y héteme aquí que un día leí en la prensa que venía a
Granada un afamadísimo grupo de godspel, en concreto del Harlem
neoyorquino. Huysssssss, con lo que a mí me gusta el godspel...
Nada, nada, había que darse prisa y reservar entrada cuanto antes,
no fuera a ser que me quedara sin el disfrute porque el aforo del
auditorio no es como para echar cohetes. Así que corrí a comprar mi
entrada con casi un mes de antelación, motivo por el cual pude
elegir butaca; y como no era cosa de perderse los detalles, adquirí
una entrada en primera fila y elegí la butaca más centrada: Fila 1,
Butaca 1; dato este fundamental para entender la espiral de violencia
que se originó después.
El
día de autos y con la entrada hecha un higo de tanto manosearla
llegué al auditorio con bastante antelación, tanta, que me encontré
sola en mi asiento con el vacío a mi derecha e izquierda. Dado que
por aquel entonces andaba yo muy, pero que muy metida en carnes, en
lugar de sentarme lo que hice más bien fue embutirme en la butaca y
allí me quedé para los restos. Fueron transcurriendo los minutos y
el auditorio comenzó a llenarse de gente, pero algo extraño ocurría
porque mi primera fila permanecía desierta, así como la fila 2 a mi
espalda: nadie, excepto yo, ocupaba butaca alguna. Pensé que estaban
reservadas para la organización, autoridades y amistades o equipo
del grupo musical, así que no me preocupé. De vez en cuando me
volvía para echar una panorámica general y contemplaba el auditorio
a reventar de personal mientras yo yacía cual islote solitario en la
inmensidad de las dos filas. Pues qué raro era aquello, estaba claro
que había habido bofetadas por conseguir las entradas... ¿qué
demonios pasaba con las filas 1 y 2? Lo cierto es que jamás conseguí
averiguarlo, pero lo que sí recuerdo perfectamente es que
permanecieron vacías durante todo el recital. Y no sólo lo recuerdo
perfectamente, sino que lo tengo clavaíto en el
melón
como una estaca incadescente.
Llegó
el ansiado momento: se apagaron las luces, el escenario centelleó
con potentes focos y fueron apareciendo los integrantes del grupo
ataviados como era de rigor con esos hábitos tan característicos
que en este caso lucían un dorado chillón que tiraba de espaldas.
Aullidos de salutación por parte del público, amplísimas sonrisas
profidén de respuesta por parte de los solistas, y el concierto
comenzó mientras yo me hundía resignada en mi solitaria butaca,
aislada del resto de los mortales cual maléfico estreptococo pero
dispuesta a disfrutar de mi godspel.
Llegados
a este punto es preciso aclarar algo muy importante: a mí me gusta
el godspel, me gusta mucho; pero me gusta el godspel tradicional, el
espiritual cantado pausadamente a gorgorito limpio y acompañado de
esos bajos profundos que sólo unos cuantos afortunados saben emitir.
Y lo que allí me encontré fue un godspel diferente, el soul
godspel, para entendernos: ritmos casi frenéticos y aullidos
musicales muy bien interpretados, desde luego, pero nada relajantes
sino todo lo contrario: aquello era un pandemonium a ritmazo limpio
de “oh my looooooooord” y tal, palmadas, danzas varias y saltitos
a todo pasto. En fin, lo que ahora se oye y se ve por todos lados.
¿Dónde estaba mi Jessie Norman? ¿Dónde mi Mahalia Jackson? En las
chimbambas, desde luego, pero allí seguro que no.
La
gente estaba entusiasmada y los aullidos eran generales. No estaba
pasándolo mal, todo hay que decirlo, aunque aquello no fuera
precisamente lo que me hubiera gustado oír; pero, sobre todo, el
aislamiento en plan bacteria superpeligrosa a que estaba sometida en
las filas 1 y 2 era pelín angustioso, por no hablar de la
expectación que levantaba aquella Maribacteria flotando en dos filas
desiertas. Lo malo vino después cuando los solistas, en pleno
éxtasis godspelero, animaron al público a corear y aplaudir. Pues
vale, pues muy bien, aplaudamos, se dijo para sí misma el maléfico
estreptococo. Allí estaba yo, cual bacteria infecta en su matraz,
aplaudiendo por puro mimetismo y poniendo cara de póker ante los
cantantes, que no me quitaban ojo y que con toda seguridad se estaban
preguntando quién demonios era aquella rebosante pardilla empotrada
en el asiento que sonreía al vacío y aplaudía al compás como si
en ello le fuera la vida. Porque, qué narices, había que mantener
el tipo (por muy rebosante que este fuese) y hacer como si estuviese
en el paroxismo del entusiasmo, con el dato añadido de que no solo
me miraban escamados los solistas sino también el público: cada vez
que me giraba para echar una ojeada veía muchos pares de ojos
mirándome, seguramente pensando que yo era una enchufada de la
organización. Jopelines, menucho enchufe... una enchufe de esos que
te dejan chicharrillo...
Pero
el cáliz de la amargura no había hecho más que empezar. Tras la petición
de batir palmas se pasó a la fase de tó er mundo é güeno y hay
que besarse. Bueno, tanto como besarse, como que no; pero tocaba sí
o sí cogerse de las manos y unirse en canto espiritual y salatarín.
“¡Vamos, todo el mundo en pie, unamos nuestras manos para
enaltecer al Señor!” etc., etc., etc. Haaaaaaaaala, todo el
auditorio en pie, en el colmo de la alegría mística. Y yo... ¿cómo
narices me cogía yo de las manos de alguien? ¿saltando a lo
Fossbury dos filas de butacas? ¿abalanzándome sobre los solistas y
agarrándoles de los rutilantes hábitos? ¡Anda queee...! Como
buenamente podía me desempotré de la butaca y me puse en pie para
unirme, al menos espiritualmente, al resto del personal. De maléfico
estreptococo nada, monada, me dije: Agustina de Aragón y Viriato los
dos en una, Maribel, eres un Viriato, a tomar por saco el ridículo,
¿que hay que levantarse y cogerse de las manos? Aquí la primera,
faltaría más, aunque en lugar de manos te agarres a los vacíos
respaldos de las butacas a ambos lados de tu cuerpo serrano y te
bambolees a derecha e izquierda cual boya a merced del oleaje, en
este caso al ritmo del “ooooh my lord” de turno. Allí estaba yo,
un lunar en la frente del auditorio, oscilando a un lado y a otro con
los brazos abiertos y aferrados a los respaldos de las butacas
adyacentes mientras juraba para mis adentros en plan Prestige que
nunca mais, nunca mais.
Llegó
el final, porque afortunadamente todo tiene un final. Pero claro, no
me iba a ir de rositas, había que apurar hasta la última gota de
aquel cáliz de la amargura y dar la última campanada. El número
final, obviamente, era el más saltarín, entusiasta y paroxístico
de todo el recital y a ello se pusieron los solistas con un ímpetu
que ríete tú del tsunami japonés. El estruendo era total y el
auditorio se venía arriba con todos en pie, aunque yo había
decidido alzar bandera blanca y empotrarme de nuevo en mi asiento,
dispuesta a no hacer ni un numerito más.
Já,
já, y já.
Hacia
la mitad de la catarsis godspelera se adelantó uno de los solistas y
comenzó a arengar a las masas: “¡Venga! ¡¡todo el mundo al
escenario!!” Sentí un escalofrío de horror en mi espina dorsal
porque el tío no me quitaba ojo. “Podddió, no, esto no”,
supliqué para mis adentros mientras el solista avanzaba hacia mí
desde el escenario y me espetaba un “¡¡Oh, come on!!” que no
admitía réplica. Hay que joerse, Maribé, pero qué has hecho tú
para merecer esto, me decía a mí misma al tiempo que me
desempotraba nuevamente de mi butaca y avanzaba hacia el escenario,
sola de soledad solitaria; un escenario que no tenía gran altura, de
hecho era bastante accesible para cualquier bípedo que no pesara
bastantes arrobas a la canal, como era mi caso. Llegué al borde y
elevé al propio cantarín unos ojos de cordero agonizante; cantarín,
iluso de él, animalico del señor, que alargó el brazo e intentó
alzarme en volandas.
La
venganza es mía, dijo el Señor. Por muy cachas que el propio
estuviera, mis arrobas eran mis arrobas: al primer tirón consiguió
elevarme unos tres centímetros del suelo, para, acto seguido,
despeñarse a los abismos del patio de butacas merced a la
incontestable fuerza de la gravedad terrestre y el peso específico a
desplazar de quien suscribe: al chico le faltó el canto de un duro
para precipitarse a mis pies y pegarse el lechón del siglo. Los
hábitos se le volvieron del revés mientras intentaba recuperar la
estabilidad y se volvía a sus colegas pidiendo auxilio, y allá que
se adelantaron varios saltarines más, prestos a recuperar ileso a su
solista del alma y conseguir que la mole maribelesca ascendiera a las
alturas. Entre cuatro, tirando como posesos, me elevaron al escenario
mientras el auditorio intentaba recuperarse de la histeria colectiva
en que había entrado durante la escalada.
Obvio
es decir que, visto el percal, no hubo nuevos intentos de congregar a
más gente en el escenario; de modo que allí tenéis al maléfico
estreptococo rebosante, rodeado de hábitos de un dorado chillón y
pegando saltitos, batiendo unas palmas hipotéticamente enardecidas y
entusiastas, arengando a las masas al unísono con el resto... y
muriéndose a chorros por dentro, pero aguantando el tipo (es un
decir) como una jabata.
Para
un ascenso a los cielos, la cosa fue bastante cutre, qué queréis
que os diga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario