lunes, 23 de marzo de 2020

QUÉ GODSPEL EL DE AQUEL DIA

Corría el año ...titantos y a la sazón residía en Granada, bellísima ciudad andaluza en la que me he aburrido a espuertas, a serones y a capazos. Ya sea debido a esa ya legendaria peculiaridad de los granaínos que ellos mismos denominan mala follá, ya sea porque una (que habla hasta con las piedras) no le dio lo suficientemente fuerte al pico verbal, el caso es que me costaba muchísimo hacer amistades. De hecho, tras cinco años de estancia tan solo pude hacer un amigo con el que pegué la hebra en el transcurso de un aburrídisimo curso de iniciación a la fotografía en el que me metí por pura desesperación durante un mes de julio que, como tó dios sabe, es un mes muy apropiado para estudiar.

Bueno, que me enrollo. El caso es que, como ya digo, me aburría a capazos y aprovechaba cualquier resquicio para distraerme apuntándome a todos los eventos musicales y de otras bellas artes que se celebraran en la ciudad. Y héteme aquí que un día leí en la prensa que venía a Granada un afamadísimo grupo de godspel, en concreto del Harlem neoyorquino. Huysssssss, con lo que a mí me gusta el godspel... Nada, nada, había que darse prisa y reservar entrada cuanto antes, no fuera a ser que me quedara sin el disfrute porque el aforo del auditorio no es como para echar cohetes. Así que corrí a comprar mi entrada con casi un mes de antelación, motivo por el cual pude elegir butaca; y como no era cosa de perderse los detalles, adquirí una entrada en primera fila y elegí la butaca más centrada: Fila 1, Butaca 1; dato este fundamental para entender la espiral de violencia que se originó después.

El día de autos y con la entrada hecha un higo de tanto manosearla llegué al auditorio con bastante antelación, tanta, que me encontré sola en mi asiento con el vacío a mi derecha e izquierda. Dado que por aquel entonces andaba yo muy, pero que muy metida en carnes, en lugar de sentarme lo que hice más bien fue embutirme en la butaca y allí me quedé para los restos. Fueron transcurriendo los minutos y el auditorio comenzó a llenarse de gente, pero algo extraño ocurría porque mi primera fila permanecía desierta, así como la fila 2 a mi espalda: nadie, excepto yo, ocupaba butaca alguna. Pensé que estaban reservadas para la organización, autoridades y amistades o equipo del grupo musical, así que no me preocupé. De vez en cuando me volvía para echar una panorámica general y contemplaba el auditorio a reventar de personal mientras yo yacía cual islote solitario en la inmensidad de las dos filas. Pues qué raro era aquello, estaba claro que había habido bofetadas por conseguir las entradas... ¿qué demonios pasaba con las filas 1 y 2? Lo cierto es que jamás conseguí averiguarlo, pero lo que sí recuerdo perfectamente es que permanecieron vacías durante todo el recital. Y no sólo lo recuerdo perfectamente, sino que lo tengo clavaíto en el
melón como una estaca incadescente.

Llegó el ansiado momento: se apagaron las luces, el escenario centelleó con potentes focos y fueron apareciendo los integrantes del grupo ataviados como era de rigor con esos hábitos tan característicos que en este caso lucían un dorado chillón que tiraba de espaldas. Aullidos de salutación por parte del público, amplísimas sonrisas profidén de respuesta por parte de los solistas, y el concierto comenzó mientras yo me hundía resignada en mi solitaria butaca, aislada del resto de los mortales cual maléfico estreptococo pero dispuesta a disfrutar de mi godspel.

Llegados a este punto es preciso aclarar algo muy importante: a mí me gusta el godspel, me gusta mucho; pero me gusta el godspel tradicional, el espiritual cantado pausadamente a gorgorito limpio y acompañado de esos bajos profundos que sólo unos cuantos afortunados saben emitir. Y lo que allí me encontré fue un godspel diferente, el soul godspel, para entendernos: ritmos casi frenéticos y aullidos musicales muy bien interpretados, desde luego, pero nada relajantes sino todo lo contrario: aquello era un pandemonium a ritmazo limpio de “oh my looooooooord” y tal, palmadas, danzas varias y saltitos a todo pasto. En fin, lo que ahora se oye y se ve por todos lados. ¿Dónde estaba mi Jessie Norman? ¿Dónde mi Mahalia Jackson? En las chimbambas, desde luego, pero allí seguro que no.

La gente estaba entusiasmada y los aullidos eran generales. No estaba pasándolo mal, todo hay que decirlo, aunque aquello no fuera precisamente lo que me hubiera gustado oír; pero, sobre todo, el aislamiento en plan bacteria superpeligrosa a que estaba sometida en las filas 1 y 2 era pelín angustioso, por no hablar de la expectación que levantaba aquella Maribacteria flotando en dos filas desiertas. Lo malo vino después cuando los solistas, en pleno éxtasis godspelero, animaron al público a corear y aplaudir. Pues vale, pues muy bien, aplaudamos, se dijo para sí misma el maléfico estreptococo. Allí estaba yo, cual bacteria infecta en su matraz, aplaudiendo por puro mimetismo y poniendo cara de póker ante los cantantes, que no me quitaban ojo y que con toda seguridad se estaban preguntando quién demonios era aquella rebosante pardilla empotrada en el asiento que sonreía al vacío y aplaudía al compás como si en ello le fuera la vida. Porque, qué narices, había que mantener el tipo (por muy rebosante que este fuese) y hacer como si estuviese en el paroxismo del entusiasmo, con el dato añadido de que no solo me miraban escamados los solistas sino también el público: cada vez que me giraba para echar una ojeada veía muchos pares de ojos mirándome, seguramente pensando que yo era una enchufada de la organización. Jopelines, menucho enchufe... una enchufe de esos que te dejan chicharrillo...

Pero el cáliz de la amargura no había hecho más que empezar. Tras la petición de batir palmas se pasó a la fase de tó er mundo é güeno y hay que besarse. Bueno, tanto como besarse, como que no; pero tocaba sí o sí cogerse de las manos y unirse en canto espiritual y salatarín. “¡Vamos, todo el mundo en pie, unamos nuestras manos para enaltecer al Señor!” etc., etc., etc. Haaaaaaaaala, todo el auditorio en pie, en el colmo de la alegría mística. Y yo... ¿cómo narices me cogía yo de las manos de alguien? ¿saltando a lo Fossbury dos filas de butacas? ¿abalanzándome sobre los solistas y agarrándoles de los rutilantes hábitos? ¡Anda queee...! Como buenamente podía me desempotré de la butaca y me puse en pie para unirme, al menos espiritualmente, al resto del personal. De maléfico estreptococo nada, monada, me dije: Agustina de Aragón y Viriato los dos en una, Maribel, eres un Viriato, a tomar por saco el ridículo, ¿que hay que levantarse y cogerse de las manos? Aquí la primera, faltaría más, aunque en lugar de manos te agarres a los vacíos respaldos de las butacas a ambos lados de tu cuerpo serrano y te bambolees a derecha e izquierda cual boya a merced del oleaje, en este caso al ritmo del “ooooh my lord” de turno. Allí estaba yo, un lunar en la frente del auditorio, oscilando a un lado y a otro con los brazos abiertos y aferrados a los respaldos de las butacas adyacentes mientras juraba para mis adentros en plan Prestige que nunca mais, nunca mais.
Llegó el final, porque afortunadamente todo tiene un final. Pero claro, no me iba a ir de rositas, había que apurar hasta la última gota de aquel cáliz de la amargura y dar la última campanada. El número final, obviamente, era el más saltarín, entusiasta y paroxístico de todo el recital y a ello se pusieron los solistas con un ímpetu que ríete tú del tsunami japonés. El estruendo era total y el auditorio se venía arriba con todos en pie, aunque yo había decidido alzar bandera blanca y empotrarme de nuevo en mi asiento, dispuesta a no hacer ni un numerito más.

Já, já, y já.

Hacia la mitad de la catarsis godspelera se adelantó uno de los solistas y comenzó a arengar a las masas: “¡Venga! ¡¡todo el mundo al escenario!!” Sentí un escalofrío de horror en mi espina dorsal porque el tío no me quitaba ojo. “Podddió, no, esto no”, supliqué para mis adentros mientras el solista avanzaba hacia mí desde el escenario y me espetaba un “¡¡Oh, come on!!” que no admitía réplica. Hay que joerse, Maribé, pero qué has hecho tú para merecer esto, me decía a mí misma al tiempo que me desempotraba nuevamente de mi butaca y avanzaba hacia el escenario, sola de soledad solitaria; un escenario que no tenía gran altura, de hecho era bastante accesible para cualquier bípedo que no pesara bastantes arrobas a la canal, como era mi caso. Llegué al borde y elevé al propio cantarín unos ojos de cordero agonizante; cantarín, iluso de él, animalico del señor, que alargó el brazo e intentó alzarme en volandas.

La venganza es mía, dijo el Señor. Por muy cachas que el propio estuviera, mis arrobas eran mis arrobas: al primer tirón consiguió elevarme unos tres centímetros del suelo, para, acto seguido, despeñarse a los abismos del patio de butacas merced a la incontestable fuerza de la gravedad terrestre y el peso específico a desplazar de quien suscribe: al chico le faltó el canto de un duro para precipitarse a mis pies y pegarse el lechón del siglo. Los hábitos se le volvieron del revés mientras intentaba recuperar la estabilidad y se volvía a sus colegas pidiendo auxilio, y allá que se adelantaron varios saltarines más, prestos a recuperar ileso a su solista del alma y conseguir que la mole maribelesca ascendiera a las alturas. Entre cuatro, tirando como posesos, me elevaron al escenario mientras el auditorio intentaba recuperarse de la histeria colectiva en que había entrado durante la escalada.

Obvio es decir que, visto el percal, no hubo nuevos intentos de congregar a más gente en el escenario; de modo que allí tenéis al maléfico estreptococo rebosante, rodeado de hábitos de un dorado chillón y pegando saltitos, batiendo unas palmas hipotéticamente enardecidas y entusiastas, arengando a las masas al unísono con el resto... y muriéndose a chorros por dentro, pero aguantando el tipo (es un decir) como una jabata.

Para un ascenso a los cielos, la cosa fue bastante cutre, qué queréis que os diga.

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