DE
UÑAS
La culpa la tuvo Mi
Primero. Bueno, no exactamente, pero casi. Mi Primero es mi prima
Luz, una de las personas más fantásticas que conozco y también uno
de los sargentos más mandones, aunque en su descargo tengo que
confesar que su sargentez es benévola y siempre para bien ajeno.
Pero a sargento no hay quien le gane.
El único cambio que mi
vida ha experimentado desde que me casé ha venido de la mano -nunca
mejor dicho- de los engalanamientos inherentes a tan excepcional
momento: en la viiiiiiiida me he preocupado de mis uñas, siempre
recortadas al ras por mor de los teclados fosmáticos que marcan el
devenir de nuestra actividad diaria, porque en cuanto dichas uñas
crecían un milímetro ya estaba yo negra con el choquecito de las
narices, bueno: de las uñas, en las teclas que menos me interesaban
y constantemente me veía obligada a retroceder y rectificar. De modo
que siempre he llevado las uñas al ras y jamás me he preocupado
del aspecto de porras que ostentan mis dedos, nada atractivos por
cierto porque están llenos de arrugillas.
Pero el caso es que,
cuando se acercaba el momento del casorio, por activa y por pasiva
mis amigas me interpelaban horrorizadas: “¿Que no vas a hacerte la
manicuraaaaaaaaa? ¡Jamía podddió, que se supone que es el gran día
de tu vida!” Y así, una, y otra, y otra, y otra vez, hasta que
me harté y la víspera de la boda me fui a un sitio ad hoc. Chicos,
qué nivel: aquel local parecía un spa de lujo. Todo me sonaba a
chino: instrumental, mobiliario ergonómico, almohadoncitos para
reposar los brazos... En fin, que salí de allí con una manicura
permanente que, la verdad sea dicha, realizó el milagro de que mis
manos parecieran algo decentes.
Desde entonces, me he
rendido incondicionalmente y me paso la vida manoteando a diestro
siniestro para que tó dios vea mis uñas permanentemente manicuradas
(bueno, son unos veinte días lo que duran) y a la francesa, con su
rayita blanca en el borde, tan fashion y tal. El “desde entonces”
arranca desde finales de Junio, así que mi rendición incondicional
tiene una corta vida de dos meses... y a ver lo que me dura la fiebre;
pero, mientras tanto ahí estoy yo en el top-ten de los arreglos
estéticos.
Cuando el efecto de la
primera acometida uñil fue difuminándose, dejé alargarse la cosa
(nunca mejor dicho) porque estábamos en la playa y no me iba yo a
montar en el coche y recorrerme una puñá de kilómetros para
rehacer el asunto; así que transcurrió más de un mes y para ese
momento ya lucía unas uñas tipo mandarín-style que me obligaban a
hacer juegos malabares para quitarme las lentes de contacto, y no
digamos ya teclear en el ordenata: aquello era un sinvivir y me
juramenté para acortármelas todo lo que la estética permitiera en
cuanto llegara a Murcia y reanuadase mi actividad normal.
Se acabaron las
vacaciones y regresé a Murcia todavía manoteando a todo manotear,
porque a pesar de la enorme longitud de mis uñas estas todavía tenían un
pasar y no iba yo a desperdiciar la ocasión de lucirme. Y aquí fue
cuando intervino Mi Primero, mi prima (hermana, diría yo)
maravillosamente sargentona, todo generosidad y corazón pero con
unos eggs bien puestos donde deben ponerse que nos obliga a todos a
cuadrarnos cada vez que se pone en jarras y empieza con su ya famoso
“¡Mira lo que te digo!” y a responder con un “¡¡Señor!!
¡¡Sí, señor!!” (siempre me llena de insultos cuando me oye
aullárselo, pero sé que
en el fondo le gusta).
El caso es que cuando le
comenté que tenía hora para ir a la manicura, se arremangó: “¿Y
dónde es?” Se lo dije, a lo que me espetó:“¡Tienes que ir a
la mía, es mucho más barata y trabaja divinamente! Es búlgara, se
llama Sonja, está en la calle Tal y aquí tienes el teléfono.
Llámala ¡¡YA!!”. Y qué le iba a hacer, si a eggs ella me
puede... Así que llamé, me dio cita con un fortísimo acento eslavo
y este lunes pasado me personé en el local.
Llegué con minutos de
adelanto sobre la hora de apertura, así que esperé fumando en la
calle. A las diez y un minuto se acercó un tapón oriental de 1,20
metros y comenzó a levantar la persiana. Bueno, pues así como muy
búlgara, no parecía... Sería una empleada, pensé yo. Me acerqué:
“Buenos días, tengo hora para las diez...” “Bonos deasss,
vale”. Entramos en el local, pequeño y modesto y, tras colocarse
el delantalito y la mascarilla, y sentarme yo delante del mostrador,
me agarró las manos y las miró: “¿Pelmanente, flansesa?”. Po
zi, más bien. Y después de este fructífero diálogo un silencio
espeso cayó a plomo sobre el local, no siendo roto hasta media hora
después.
Hacerse una manicura
permanente y rehacérsela cuando ha transcurrido el tiempo es tarea
laboriosa: requiere un disolvente especial que debe actuar sobre las
uñas durante al menos diez minutos, tarea que mi tapón oriental
realizó utilizando un sistema que ignoro si es habitual, pero que yo
desconocía: colocaba pequeñas porciones de algodón sobre las uñas,
derramaba unas gotas del disolvente y a continuación me envolvía
herméticamente el dedo con papel albal. Allí me quedé, con pinta
de Maribel Manostijeras mientras mi tapón oriental me olvidaba y
procedía a cortar miríadas de cuadraditos de papel albal para
futuras disoluciones.
El silencio campaba por
sus respetos mientras yo permanecía con las manos en alto e
intentaba entretenerme mirando a mi alrededor, pero el local, aparte
de modesto era pequeñito y el único paisaje que tenía ante mis
ojos (aparte de mi tapón ensimismada en su tarea) eran unos estantes
llenos de frasquitos y nada más. Me estaba preguntando cuándo
aparecería la búlgara milagrosa, cuando se abrió la puerta para
dar entrada a otro tapón oriental primorosamente vestido con una
blusa blanca muy fashion y teen, una falda negra extremadamente corta
y profuso vuelo, y rematando el conjunto unos zapatos de pedrería
plateada y altísimo tacón. Comencé a albergar serias sospechas de
que me había equivocado de local, pero no existe otra calle Tal en
Murcia y por supuesto ningún otro número trece de dicha calle, así
que la única explicación que se cruzó por mi mente calenturienta
era la de que la búlgara había sucumbido a las hordas chinas y
había huido dejando el local en sus manos, nunca mejor dicho.
Ambos tapones se
cruzaron un escueto “algo” en chino. El nuevo tapón pasó por mi
lado murmurando un “Bonos deasss” y tomó posiciones al fondo del
local, si es que se puede llamar “fondo” a una zona a escasos
centímetros de donde me encontraba y en la que había un mueblecito
diminuto con un ordenador. Encendió el ordenador... y sin solución
de continuidad una música perfectamente occidental a cargo de un/a
cantante perfectamente chino/a taladró el éter. A todo esto, el
tapón número dos se había sentado frente al ordenador y escuchaba
embelesada canción tras canción, todas de estilos perfectamente
reconocibles como italiano, francés, inglés o melódico
norteamericano, siempre a cargo de solistas chinos. Aquello era como
los artículos de grandes firmas imitados por esta gente: perfectos
como los originales si no fuera por ese idioma cargado de “shus”
y “uos” entonados, eso sí, con gran pofecionalidad. Mi tapón
número uno cobró vida y de vez en cuando soltaba unos gorgoritos
siguiendo la música. Aquello era totalmente surre: yo, con
los dedos de papel albal como chorizos de cantimpalo, sin un mísero
punto en el que concentrar mi atención visual, mientras cascadas de
gorgoritos surgían de las tres gargantas, la enlatada en el
ordenador y las de ambos tapones.
Me decidí a intervenir,
y le dije a mi tapón número uno: “¿Sabes? Nunca me he hecho la
manicura”. Mi tapón levantó la vista y me miró en silencio con
aire ausente. Rápidamente, el tapón número dos le tradujo al chino
y el número uno movió la cabeza y volvió a lo suyo. Jopelines, qué
pastelón.
Ya eran las diez y
media, y aquello no había hecho más que empezar. De repente, el
tapón número dos le dijo algo al número uno, agarró el bolso y se
largó a la calle. No volví a verla y allí quedamos la muda
cortadora de papelitos albal y servidora, que harta de inmovilidad
comenzaba a planear cómo agarrar el móvil con los chorizos de
cantimpalo y comunicarme con el mundo exterior para pedir auxilio.
Por fin, mi tapón
decidió que ya había transcurrido el tiempo suficiente como para
que se me disolviera no sólo la capa de esmalte sino el dedo entero,
y comenzó la tarea de quitarme el papel albal de cada dedo y
proceder a hacer saltar el esmalte con una espátula. Y como visto lo
visto que la cosa prometía ser larga y la famosa búlgara estaba claro
que no aparecería jamás (salvo su cadáver flotando en el Segura, lo tenía yo muy claro)
me decidí a romper aquella barrera idiomática y darme el pegote porque había asistido a clase de chino durante un mes (transcurrido el
cual huí despavorida): “Oye, en vuestro idioma, cuando queréis
saludar decís 'ni hao' ¿verdad?”.
Ella levantó la cabeza
y me miró, sin entender ni papa. Desesperada, insistí: “Saludar,
decir ¡hola!”. Mi tapón analizó la frase, la masticó, y
repentinamente entendió: “No, no”. Vaya podddió, en todo el
ojo. Nuevo y largo silencio, pasado el cual contraataqué: “Bueno,
¿y cómo se dice 'hola'?” ¡Victoria, por fin respondió! “Si-si”,
lo que implica que no había entendido ni jota de la pregunta porque
“Shi-shi” significa “gracias”. Aquí se desencadenó un diálogo
surre para besugos. “No, no”, dije yo. “Shi-shi”, dijo ella. Y
así seguimos cinco minutos más, yo a punto de la apoplejía
histeroide, hasta que comprendí que no estaba afirmando, sino
aclarándome que “Shi-shi” era el saludo... mal entendido,
obviamente. Aquello fue como una detonación que
rompió barreras y desencadenó un tsunami; y también mi perdición,
porque mi tapón pasó del mutismo total a una verborrea que me
produjo una neuralgia feroz que me duró horas.
“Yo, dos anos en
Espana”, comenzó ella. “Ah, ya”, murmuré pensando en su
portentoso dominio del español. Y luego me fue soltando pistas
policíacas: “Padle-hijo, Alicante”. Padre-hijo... mmm... “¿Tu
padre?” “No, no, padre-hijo, no sé disir espanol. Padre-hijo”.
“¿Tu marido?” “¡Sí, sí! Hijo tambén”. Ah, vamos: marido
e hijo en Alicante. Y a continuación, y durante exactamente un
cuarto de hora, no hizo otra cosa que decir: “Hijo glande, mu
glande. ¡Mu glande! Antes así (y se señalaba la cintura), y hoy
¡¡así!! (hasta las cejas)”. Mis “Ah, oh, qué bien”, no
servían para nada: levantaba un milímetro de esmalte para
inmediatamente levantarse de un salto y volver a señalarse la
cintura y las cejas sin parar de exclamar“¡así de glande!”.
Luego soltaba carcajadas enormes, se sentaba, y vuelta a saltar otro
milímetro de esmalte. Aquello era agónico, pero no había hecho más
que empezar: descubrí que una vez encontrada una construcción
idiomática española supuestamente correcta, la repetía con
entusiasmo durante horas, muy contenta de sus logros
gramaticales y dejándome en un estado mental lastimoso: una vez que
has respondido con un “Ah, qué bien”, no se espera más de ti...
pero ella esperaba muchos más “ah, oh, qué estupendo”. Todo
esto, arrulladas ambas dos por los gorgoritos del ordenador.
Para las once, había
conseguido saltar todo el esmalte y procedía a ponerme con mucho
cuidado y esmero las nuevas capas. Esto implicaba tener que secarlas
con los infrarrojos en cuatro tandas de un minuto aproximadamente
cada una, y fue entonces cuando la muy canalla me dejó plantada con
las manos metidas en la maquinita y se lanzó al ordenador, buscando
afanosamente algo. Por fin lo encontró, volvió el monitor hacia mí
y comenzó la Gran Tortura China: ante mis ojos aparecieron
tropecientas fotografías de un
bello paraje fluvial flanqueado por altos riscos, todas prácticamente idénticas. El epicentro de
todas las fotografías era una lancha neumática en la que reposaba
la familia en pleno, marido al frente, todos muy serios, muy en su
pose. Más cerca, más lejos, primer plano del marido, ídem del
ninio... tropecientas, todas idénticas, igual seriedad, ni una risa,
muy concentrados en lo suyo. Mientras ella se deleitaba con semejante
muestra de pertinaz aventura delaquadrasalcediana, exclamaba sin
parar (pero sin parar, eh): “¡Shi Suán! (al menos, a mí me sonaba
así) ¡Bonito, bonito!”. Cada foto era explicada así, una tras
otra, pasadas a velocidad de vértigo. Empecé a marearme, en postura
retorcida para no sacar las manos del aparatito y girada
para mirar el monitor a mi derecha mientras maldecía a mi prima y a la
difunta búlgara en chino, arameo y uzbeko. Pero la verborrea
no cesaba, era como si la presa de Las Mil Gargantas se hubiera
desbordado tragándome entera: “Todo mundo va a Pekin y Shanghai,
mu feo, todo casas. Shi Suán ¡bonito!”. Frase que le debió
gustar un horror (al igual que las anteriores), porque no dejó de
pronunciarla hasta el final de la visita: “Tú no ir Pekin, no
Shanghai, feo, feo. ¡Tú ir Shi-Suán, bonito, bonito!”. “Vale,
vale”, murmuraba yo débilmente, al límite de mi resistencia.
Las once y veinte. La
maquinita ¡al fin! terminó su cometido y pude liberar las manos.
Cometí el tremendo error de volver a girar la silla hacia el monitor... y aquello fue ya el pandemonium: alentada por el aparente interés de
su víctima, mi tapón cerró -gracias a dios- la página familiar
aventurera de las narices pero abriendo una nueva: una ristra infinita de
paisajes chinos pasó cual AVE ante mis ojos, a la velocidad de la
luz, gracias a los frenéticos clics que mi tapón ejecutaba llena de
entusiasmo. Apenas acababa de entrever un cielo azul cuando ya había
pasado a la siguiente, consiguiendo que el incipiente mareo pasara a
la categoría de hecho consumado, arrullada mientras tanto por sus
“Mu bonito, China mu bonito, Pekín feo, Shanghai feo, China mu
bonito”.
Los hados me fueron
propicios: mi tapón debía forzosamente que rematar su labor
manicuril, así que abandonó con gran pena el ordenador y así
salvé la vida. Me pulió con cuidado el borde de las uñas mientras
seguía murmurando “China mu bonito, Pekín mu feo”, y se
levantó: había teminado. Conmigo.
En pocas palabras:
Quitar esmalte
permanente …................................. 10 euros
Poner esmalte
permanente y manicura francesa …. 10 euros
Dejarme en estado de
shock para los restos …........ No tiene precio.
Mi prima todavía no ha
regresado de vacaciones. Y más vale que no regrese.